Sánchez pensó que
todo estaba ya hecho a partir de los resultados de abril. Lo que faltaba era
relativamente fácil, pero omitió hacerlo. Es más, omitió hacerlo deliberadamente,
con ostentación, mirando al tendido, dando no solo por bueno sino por
inmejorable el funambulismo de los ocho meses de gobierno anteriores. Como si pasearse
por la cuerda floja fuera el desiderátum de la política.
Ha tenido premio en
las encuestas: crece en expectativa de voto. Me temo que el dato fortifique en
sus convicciones a su asesor áulico Iván Redondo, y volvamos a asistir a la misma
función en septiembre. Algunos políticos creen que entre campaña y campaña
electoral no pasa nada ni nada se deteriora; son simplemente tiempos muertos que únicamente es posible
amenizar por medio de broncas parlamentarias repetidas, susceptibles de generar
bonitos titulares de prensa.
Un ejemplo destacado de esa
modalidad asilvestrada de la política es Pablo Casado, que acaba de designar a Cayetana
Álvarez y a Javier Maroto portavoces de los grupos parlamentarios de su
formación en el Congreso y el Senado. En tanto llega la próxima campaña (no
tardará mucho, según los indicios), Casado y sus acólitos se esforzarán en
llevar al paroxismo el arte de la provocación.
A Pedro Sánchez,
sin embargo, no le importa ser provocado, incluso a varias bandas. Es justamente
a lo que está acostumbrado como consecuencia de una larga y complicada trayectoria política.
Unidas Podemos
pondrá, cómo no, su granito de arena en una situación de impase que a muchos
nos parece fatigosa y baldía, pero que a ellos les encanta. Pablo Iglesias ha insistido, a pesar de todos los pesares, en su conocida propuesta de gobierno de coalición sin programa,
y con diversas áreas de influencia repartidas de forma asimétrica entre las
partes contratantes. Bicefalia institucional, o el arte de ponerse recíprocamente las
zancadillas ocupando el mismo banco azul.
Iglesias no desea
un acuerdo, sino un desacuerdo de gobierno; está planteando una opa hostil a
los socialistas.