lunes, 8 de julio de 2019

LA PUJA POR LAS RELIQUIAS


Imágenes del Périgord



Interior de la iglesia troglodita de Saint Jean de Aubeterre-sur-Dronne. La disposición de la planta está pensada para que los visitantes hagan cola alrededor del exótico relicario de estilo oriental, donde se exhibían los restos prodigiosos emanados de la santidad establecida. (Foto, Carmen Martorell)


El Périgord siempre fue tierra de paso, según el eje de los ríos que lo cruzan en dirección NE-SO: el Dronne, el Isle, y sobre todo el Vézère y el Dordogne, que confluyen en Limieux. Esa era también la orientación general del Camino medieval de Santiago, que empujó a muchos peregrinos lejos del menguado porvenir de su terruño, donde eran siervos de la gleba (la tierra fértil) que cultivaban por cuenta del señor.

El Camino fue sobre todo una ruta comercial y de intercambio. Lo mismo ocurrió, en el sentido geográficamente contrario, con las Cruzadas. La gente se apuntaba en masa a la visita de uno o de los dos sepulcros, el de Cristo al oriente y el del Apóstol en el extremo occidente, el finis terrae conocido.

En el vaivén incesante de ese péndulo espiritual florecieron, en los lugares obligados de paso, las abadías y las hospederías, cada una de las cuales, en dura competencia, trataba de ofrecer al peregrino motivos accesorios para situarse como preferencia particular en el momento de elegir albergue.

En ese contexto tuvo lugar un intenso tráfico de reliquias patentadas. Quien poseía uno o varios especímenes acreditados, estaba seguro de atraer la atención siempre volátil del peregrino-masa.

Aubeterre-sur-Dronne quedaba un poco a trasmano de la ruta principal (el mainstream, diríamos) de paso por el territorio, de modo que el conde del lugar hizo durante su estancia en Tierra santa un buen acopio de reliquias indudables y tuvo la idea genial, no de alzar una iglesia donde exhibirlas, sino de excavarla en el subsuelo de su propio castillo roquero.

Había visto cosas parecidas en Capadocia, y sabía que el sistema constructivo idóneo era ahondar de arriba abajo, porque la dirección contraria se presta a derrumbamientos imprevistos y catastróficos.

Así nació Saint-Jean de Aubeterre, un santuario subterráneo conocido como “iglesia-monolito”, aunque propiamente no lo sea porque se instalaron y acomodaron en los lugares adecuados piedras venidas de fuera, y no simplemente excavadas en la caliza.

Pero quien ganó con toda probabilidad la carrera de las reliquias fue el conde de Cadouin, localidad próxima al curso del Dordogne, es decir, en el cogollito del eje principal de paso por el territorio. Después de participar en la primera cruzada, el conde regresó del Oriente llevando en su equipaje el auténtico sudario de Cristo, adquirido tal vez en un mercado persa y certificado mediante diversas pruebas y milagros absoluta o solo aproximadamente fehacientes.

El santo sudario aseguró el prestigio y la prosperidad de la abadía de Santa María, levantada en Cadouin bajo la advocación de la orden del Cister. Las aglomeraciones de peregrinos fervorosos eran continuas; todos querían rezar delante de aquel lienzo reputado como milagroso. En el siglo XV se añadió a la fábrica románica original un bello claustro en estilo gótico florido, testimonio de la riqueza acumulada después de siglos de peregrinajes.

Pasó la gran época de las peregrinaciones, y la abadía de Cadouin se mantuvo impertérrita como un centro de atracción religiosa importante. Los mesones, los albergues, las granjas, las tahonas de la localidad, medraban sin tasa gracias al flujo inacabable de curiosos.

Llegaron luego tiempos de tribulación, de pensamiento ilustrado y de masonería. Se puso en duda la autenticidad de la reliquia. La marea empezó a refluir. Los sucesivos abades trataron de capear el temporal y evitar la desamortización de los bienes eclesiásticos adscritos a su autoridad. El santo sudario fue su baluarte más firme en ese empeño.

Hasta que llegó para examinarlo un experto “independiente”, el año 1934. Su dictamen fue demoledor. El lienzo había sido tejido no antes del siglo XI. Una inscripción bordada en un doblez de la tela, tenida por judaica, estaba escrita en realidad en caracteres cúficos y contaba que aquel sudario fue utilizado para amortajar al califa Musta Ali de Egipto. Ni siquiera un santo reconocido o un alto dignatario eclesiástico; sino un pagano, un infiel.

El abad se vio obligado moralmente a retirar el sudario del aparatoso relicario donde estaba expuesto a la adoración de los fieles. Después la vida siguió su curso, todo se relativizó, y hoy en día vuelve a exhibirse, no el sudario original, sino una réplica.

Vivimos tiempos de crisis económica y de deterioro ambiental y climático. Casi todo lo que nos queda del antiguo esplendor patrimonial son réplicas. Y ni siquiera tienen el mismo éxito de público que siglos atrás.