Imágenes del Périgord
Interior de la iglesia
troglodita de Saint Jean de Aubeterre-sur-Dronne. La disposición de la planta está
pensada para que los visitantes hagan cola alrededor del exótico relicario de
estilo oriental, donde se exhibían los restos prodigiosos emanados de la
santidad establecida. (Foto, Carmen Martorell)
El Périgord siempre
fue tierra de paso, según el eje de los ríos que lo cruzan en dirección NE-SO:
el Dronne, el Isle, y sobre todo el Vézère y el Dordogne, que confluyen en
Limieux. Esa era también la orientación general del Camino medieval de
Santiago, que empujó a muchos peregrinos lejos del menguado porvenir de su
terruño, donde eran siervos de la gleba (la tierra fértil) que cultivaban por
cuenta del señor.
El Camino fue sobre
todo una ruta comercial y de intercambio. Lo mismo ocurrió, en el sentido geográficamente
contrario, con las Cruzadas. La gente se apuntaba en masa a la visita de uno o
de los dos sepulcros, el de Cristo al oriente y el del Apóstol en el extremo
occidente, el finis terrae conocido.
En el vaivén incesante
de ese péndulo espiritual florecieron, en los lugares obligados de paso, las
abadías y las hospederías, cada una de las cuales, en dura competencia, trataba
de ofrecer al peregrino motivos accesorios para situarse como preferencia
particular en el momento de elegir albergue.
En ese contexto
tuvo lugar un intenso tráfico de reliquias patentadas. Quien poseía uno o
varios especímenes acreditados, estaba seguro de atraer la atención siempre
volátil del peregrino-masa.
Aubeterre-sur-Dronne quedaba
un poco a trasmano de la ruta principal (el mainstream,
diríamos) de paso por el territorio, de modo que el conde del lugar hizo durante su estancia en Tierra
santa un buen acopio de reliquias indudables y tuvo la idea genial, no de alzar
una iglesia donde exhibirlas, sino de excavarla en el subsuelo de su propio
castillo roquero.
Había visto cosas
parecidas en Capadocia, y sabía que el sistema constructivo idóneo era ahondar de
arriba abajo, porque la dirección contraria se presta a derrumbamientos
imprevistos y catastróficos.
Así nació
Saint-Jean de Aubeterre, un santuario subterráneo conocido como “iglesia-monolito”,
aunque propiamente no lo sea porque se instalaron y acomodaron en los lugares
adecuados piedras venidas de fuera, y no simplemente excavadas en la caliza.
Pero quien ganó con
toda probabilidad la carrera de las reliquias fue el conde de Cadouin,
localidad próxima al curso del Dordogne, es decir, en el cogollito del eje
principal de paso por el territorio. Después de participar en la primera cruzada,
el conde regresó del Oriente llevando en su equipaje el auténtico sudario de
Cristo, adquirido tal vez en un mercado persa y certificado mediante diversas
pruebas y milagros absoluta o solo aproximadamente fehacientes.
El santo sudario aseguró
el prestigio y la prosperidad de la abadía de Santa María, levantada en Cadouin
bajo la advocación de la orden del Cister. Las aglomeraciones de peregrinos
fervorosos eran continuas; todos querían rezar delante de aquel lienzo reputado
como milagroso. En el siglo XV se añadió a la fábrica románica original un
bello claustro en estilo gótico florido, testimonio de la riqueza acumulada
después de siglos de peregrinajes.
Pasó la gran época
de las peregrinaciones, y la abadía de Cadouin se mantuvo impertérrita como un
centro de atracción religiosa importante. Los mesones, los albergues, las
granjas, las tahonas de la localidad, medraban sin tasa gracias al flujo
inacabable de curiosos.
Llegaron luego tiempos
de tribulación, de pensamiento ilustrado y de masonería. Se puso en duda la
autenticidad de la reliquia. La marea empezó a refluir. Los sucesivos abades
trataron de capear el temporal y evitar la desamortización de los bienes
eclesiásticos adscritos a su autoridad. El santo sudario fue su baluarte más firme en ese empeño.
Hasta que llegó para
examinarlo un experto “independiente”, el año 1934. Su dictamen fue demoledor. El
lienzo había sido tejido no antes del siglo XI. Una inscripción bordada en un
doblez de la tela, tenida por judaica, estaba escrita en realidad en caracteres
cúficos y contaba que aquel sudario fue utilizado para amortajar al califa
Musta Ali de Egipto. Ni siquiera un santo reconocido o un alto dignatario
eclesiástico; sino un pagano, un infiel.
El abad se vio
obligado moralmente a retirar el sudario del aparatoso relicario donde estaba
expuesto a la adoración de los fieles. Después la vida siguió su curso, todo se
relativizó, y hoy en día vuelve a exhibirse, no el sudario original, sino una
réplica.
Vivimos tiempos de crisis
económica y de deterioro ambiental y climático. Casi todo lo que nos queda del
antiguo esplendor patrimonial son réplicas. Y ni siquiera tienen el mismo éxito
de público que siglos atrás.