domingo, 28 de julio de 2019

LAS FINANZAS Y EL PIB


En un post reciente (1), he citado la afirmación de Mariana Mazzucato acerca de los “efectos raros” contenidos en el producto interior bruto (PIB) como instrumento de medición de las economías. No quedan claros, señala la economista italoamericana del University College de Londres, determinados cambios históricos de criterio en cuanto a qué debe ser incluido como valor, y qué no debe serlo.

Por ejemplo, es criterio común considerar que el Estado “gasta” pero no crea valor. El gasto público es, desde luego, fundamental para la salud de la economía; pero no deja de ser paradójico que en ningún caso se valore ese gasto como directamente productivo o improductivo, como impulso eficiente para mejorar el volumen, la dirección y la sostenibilidad de las actividades económicas, o bien como mera inercia o incluso despilfarro del patrimonio acumulado entre todos. La actividad global de las agencias y las instituciones estatales se despacha en todos los casos, a efectos del PIB, con un cero patatero.

La imagen que se tiene del Estado desde la teoría económica neoliberal es la del árbitro de una competición económica que se juega a ultranza entre diferentes agentes privados. El Estado da o quita eventualmente la razón a unos u otros, puede incluso enseñar tarjetas rojas, pero no mete goles. Más aún, determinados agentes económicos privados defienden acaloradamente que el Estado como árbitro debe ser lo más permisivo posible. Las leyes solo son, en su manera de ver las cosas, restricciones que obstaculizan la expansión ilimitada de la riqueza privada, cuyos beneficios, a la manera de un vaso lleno que se desborda, acabarían por salpicar también a los desposeídos situados al margen del recinto donde se acumula el ingente patrimonio creado por unos pocos visionarios.

Pero esa calificación cero atribuida a la actividad del Estado no se mantiene para la banca, en particular desde el momento en que la banca ha dejado de ser pública, es decir estatal en último término, para concebirse como un instrumento puesto en manos privadas con fines no altruistas sino dedicados a la obtención de un beneficio.

Los grandes clásicos de la economía liberal, a partir de Adam Smith y de David Ricardo, excluían las actividades de la banca de la producción nacional. Facilitar capitales, mover dinero de una parte a otra, no parece en efecto producir ninguna riqueza: lo que luego hacen otros con ese dinero, dado a préstamo con intereses bastante onerosos a menudo, es lo que realmente genera valor: la industria, la agricultura, los servicios.

La banca entró en el PIB en los años setenta del siglo pasado, después de que todo el sector tuviera un crecimiento consistente en los años de la segunda posguerra mundial. Mazzucato describe así el fenómeno (en El valor de las cosas, p. 144): «Se produjo un cambio extraordinario. De ser percibidas como transmisoras de valor existente y de “rentas”, en el sentido de “ingresos no ganados”, las finanzas pasaron a transformarse en un productor de valor nuevo. Este giro radical se justificó mediante la calificación de las actividades de los bancos comerciales como “de intermediación financiera”, y de las actividades de los bancos de inversión como “de riesgo”. Se trata de un cambio que evolucionó en paralelo a la desregulación del sector, que aumentó todavía más su tamaño.»

Y en las conclusiones al mismo capítulo (p. 148), añade esta consideración importante: «La teoría del valor marginalista, que subyace en los sistemas de contabilidad nacional contemporáneos, lleva a una atribución indiscriminada de la productividad a cualquiera que se haga con unos grandes ingresos, en tanto que subestima la productividad de los menos afortunados. Al hacerlo, justifica desigualdades excesivas en ingresos y riqueza y convierte la extracción de valor en creación de valor.»

La trampa es patente. No se examina en la contabilidad nacional el valor creado por cada sujeto económico (sea valor material o valor de satisfacción), sino que se atribuye a ciegas a cada cual una productividad equivalente a la remuneración que recibe por su trabajo. Por este procedimiento, cada uno de los altos ejecutivos de una gran empresa estaría creando por sí solo 144 veces más valor que la media de los trabajadores de la plantilla.

Es obvio que no es así. Se confunde la creación con la extracción de valor. Se reduce a cero el valor de la guía del Estado en la actividad económica, y se multiplica en cambio la importancia de un sector financiero hipertrofiado y claramente parasitario.

Y falta lucidez en las fuerzas de izquierda que deberían trabajar en crear alternativas viables a un planteamiento tóxico que lleva demasiado tiempo instalado en el meollo podrido de las instituciones. Pedro Sánchez prefiere gobernar en solitario a liderar un bloque amplio de progreso, y Pablo Iglesias, como mediación de último minuto para entrar en una coalición, se pidió las políticas activas de empleo. ¿Tenía eso una importancia tan descomunal, o era solo una forma de aparentar que se "hacen cosas para la gente"? 

Los dos líderes de nuestra izquierda están entregando el derecho de primogenitura a cambio de un plato de lentejas sin lentejas.