martes, 9 de julio de 2019

EL HOMBRE PINTADO


Imágenes del Périgord



Figura humana de la cueva de Lascaux (Montignac, Francia). Se encuentra en un divertículo abierto en la roca, que se proyecta lateralmente unos cinco metros a partir del llamado “ábside”, en un recoveco de una galería interior. El acceso debió de ser muy difícil en los tiempos prehistóricos, y está vedado ahora al visitante común.


Durante el siglo XIX la industria lítica prehistórica fue poco menos que un monopolio nacional francés. Toda la seriación de las distintas fases y culturas de la piedra tallada o pulimentada lleva incorporada la denominación de origen del valle del Vézère (desde los cromañones de Cro-Magnon, tan superiores a los neandertales tedescos, hasta el musteriense del abrigo de Le Moustier, o el magdaleniense de La Madeleine); o bien de lugares más o menos próximos e inequívocamente galos (auriñacienses de Aurignac, azilienses del Mas d’Azil).

De arte parietal, es decir de las paredes pintadas con pigmentos, no se sabía nada aún. Cuando don Marcelino Sanz de Sautuola se tropezó con los bisontes de Altamira guiado por el candil que sostenía su hija María, de ocho años («¡Mira, papá, bueyes!»), fue acusado de falsario y de demente. Émile Cartailhac, considerado “el papa de la Prehistoria”, lo que dice bastante del tono dogmático y pontifical de aquella primera ciencia, le rebatió con palabras muy duras en el Congreso de la Prehistoria de Lisboa de 1880.

Mejor habría hecho en callarse. A los pocos años se descubrían en el canónico valle del Vézère otros yacimientos con pinturas rupestres muy parecidas a las de Altamira: Les Combarelles, Font-de-Gaume. Cartailhac visitó Altamira en 1902 acompañado por el abate Breuil, invitados los dos por María de Sautuola cuando don Marcelino ya había fallecido. La venda cayó de los expertos ojos de los dos franceses. Dado que ya existían pinturas documentadas de ese tipo en el culto suelo francés, ¿por qué no podían ser auténticas también las de la indómita España? Cartailhac publicó El mea culpa de un escéptico, y Altamira entró en el canon de la prehistoria reconocida.

Lascaux apareció mucho más tarde, en 1940, cuando cuatro muchachos buscaban por el monte a su perro Robot, que se había perdido. Han montado en el lugar una instalación inmensa y modélica que reproduce minuciosamente la cueva original, con el añadido de toda clase de herramientas multimedia para el disfrute y la interpretación pausada de todo lo que la visita puede mostrar.

En la cueva de Lascaux hay profusión de pinturas de toros, bisontes, una vaca negra, ciervos y otros animales, tapizando las paredes. No en todas partes las condiciones de conservación eran igualmente buenas, de modo que hay indicios de grandes espacios que contuvieron pinturas que se dañaron y se perdieron para siempre.  

Todo ese censo de pinturas, para las que es fácil caer en el equívoco de que constituyen un “programa” decorativo con una intención unitaria, incluye una sola figura humana, y en un lugar muy oculto, una especie de camarilla alta a la que había que subir trepando por una pendiente abrupta y resbaladiza. Toda clase de interpretaciones son posibles, pero suele llamarse a ese garabato el “brujo” y el “hombre-pájaro”. De qué forma esta figura torpemente esbozada (en contraste con la elegancia formal de los toros polícromos, por ejemplo) pueda estar asociada a un poder de cualquier tipo en un grupo de cazadores-recolectores, resulta cuestionable.

El lugar concreto en el que se encuentra parece idóneo para el desarrollo de misterios, sesiones de magia primitiva o ritos sexuales. Pero la tosca figura del hombre muy bien pudo haber sido pintada por otras manos, en otro tiempo, con otra intención.