Imágenes del Périgord
Figura humana de la cueva de
Lascaux (Montignac, Francia). Se encuentra en un divertículo abierto en la roca,
que se proyecta lateralmente unos cinco metros a partir del llamado “ábside”, en
un recoveco de una galería interior. El acceso debió de ser muy difícil en los
tiempos prehistóricos, y está vedado ahora al visitante común.
Durante el siglo
XIX la industria lítica prehistórica fue poco menos que un monopolio nacional
francés. Toda la seriación de las distintas fases y culturas de la piedra
tallada o pulimentada lleva incorporada la denominación de origen del valle del
Vézère (desde los cromañones de Cro-Magnon, tan superiores a los neandertales
tedescos, hasta el musteriense del abrigo de Le Moustier, o el magdaleniense de
La Madeleine); o bien de lugares más o menos próximos e inequívocamente galos
(auriñacienses de Aurignac, azilienses del Mas d’Azil).
De arte parietal,
es decir de las paredes pintadas con pigmentos, no se sabía nada aún. Cuando
don Marcelino Sanz de Sautuola se tropezó con los bisontes de Altamira guiado
por el candil que sostenía su hija María, de ocho años («¡Mira, papá,
bueyes!»), fue acusado de falsario y de demente. Émile Cartailhac, considerado
“el papa de la Prehistoria”, lo que dice bastante del tono dogmático y
pontifical de aquella primera ciencia, le rebatió con palabras muy duras en el
Congreso de la Prehistoria de Lisboa de 1880.
Mejor habría hecho
en callarse. A los pocos años se descubrían en el canónico valle del Vézère otros
yacimientos con pinturas rupestres muy parecidas a las de Altamira: Les Combarelles,
Font-de-Gaume. Cartailhac visitó Altamira en 1902 acompañado por el abate
Breuil, invitados los dos por María de Sautuola cuando don Marcelino ya había
fallecido. La venda cayó de los expertos ojos de los dos franceses. Dado que ya
existían pinturas documentadas de ese tipo en el culto suelo francés, ¿por qué
no podían ser auténticas también las de la indómita España? Cartailhac publicó El mea culpa de un escéptico, y Altamira
entró en el canon de la prehistoria reconocida.
Lascaux apareció
mucho más tarde, en 1940, cuando cuatro muchachos buscaban por el monte a su
perro Robot, que se había perdido. Han montado en el lugar una instalación inmensa
y modélica que reproduce minuciosamente la cueva original, con el añadido de
toda clase de herramientas multimedia para el disfrute y la interpretación
pausada de todo lo que la visita puede mostrar.
En la cueva de Lascaux
hay profusión de pinturas de toros, bisontes, una vaca negra, ciervos y otros
animales, tapizando las paredes. No en todas partes las condiciones de
conservación eran igualmente buenas, de modo que hay indicios de grandes espacios
que contuvieron pinturas que se dañaron y se perdieron para siempre.
Todo ese censo de
pinturas, para las que es fácil caer en el equívoco de que constituyen un “programa”
decorativo con una intención unitaria, incluye una sola figura humana, y en un
lugar muy oculto, una especie de camarilla alta a la que había que subir
trepando por una pendiente abrupta y resbaladiza. Toda clase de
interpretaciones son posibles, pero suele llamarse a ese garabato el “brujo” y
el “hombre-pájaro”. De qué forma esta figura torpemente esbozada (en contraste
con la elegancia formal de los toros polícromos, por ejemplo) pueda estar
asociada a un poder de cualquier tipo en un grupo de cazadores-recolectores,
resulta cuestionable.
El lugar concreto
en el que se encuentra parece idóneo para el desarrollo de misterios, sesiones
de magia primitiva o ritos sexuales. Pero la tosca figura del hombre muy bien
pudo haber sido pintada por otras manos, en otro tiempo, con otra intención.