sábado, 13 de julio de 2019

LA TRIPLE LECCIÓN DE ALTIERO SPINELLI



Altiero Spinelli (Roma 1907 – 1986)

1.- España en el trasfondo

«Eran pocos, normalmente bien vestidos, gente de una cierta edad y algún joven de aires exageradamente formales. Eran los federalistas europeos, un movimiento pequeño pero tenaz, que, sin despertar pasiones, eran respetados por todos los grupos –del centro a la izquierda–. Diría más, se les profesaba una cierta admiración: estaban más allá del bien y del mal…» Es el recuerdo que guarda Paola Lo Cascio de los federalistas europeos en los años 80 y 90 en Italia (*). Su jefe de filas era Altiero Spinelli, un hombre a contrapelo, un solista más que un solitario, que perseguía empedernido un sueño.

Lo Cascio escribe lo anteriormente citado en su reseña a un libro de una importancia considerable, las memorias de Spinelli (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria 2019, traducción de Francisco José Rodríguez Mesa ─otro Paco Rodríguez─). Es sintomático del aislamiento intelectual de Spinelli, siempre tan respetado unánimemente y siempre tan solo, que, habiendo fallecido en 1986, hasta más de treinta años después no se haya emprendido la publicación en español de sus memorias, que lo son todo menos aburridas. Debemos la justa reparación, como tantas otras, de ese olvido a la vocación divulgadora y el olfato político de los editores de Icaria. Además de la semblanza “canónica” de Virgilio Dastoli, que viene a completar el hilo de una narración que la muerte de su autor dejó interrumpida, se han añadido a la edición española dos complementos de un interés rabioso: la presentación a cargo de Ernest Urtasun (“La última batalla federalista”), y un curiosísimo apéndice sobre las relaciones de Spinelli con España, obra de Alexis Rodríguez-Rata.

Relaciones siempre en un segundo plano, claro está, puesto que la visión política de Spinelli trascendió los temas “desnudamente” nacionales, por llamarlos de alguna manera. Lo dice Dastoli: «Sus intervenciones en el Parlamento Europeo (1976-1986) son la mejor prueba de que Spinelli dedicó su vida a una sola causa» (p. 31). No obstante, en 1937, en la cárcel de Civitavecchia, cuando esperaba ser liberado en fecha inminente (en realidad sería deportado a Ponza), estudiaba español leyendo a Unamuno con la intención de alistarse en las Brigadas Internacionales para ir a luchar a España contra el fascismo.

Y en el curso de su desempeño como comisario de Industria de la CE (1970-76), tuvo un papel de primera línea en el rechazo de la entrada de la España franquista a la unión económica, postulada por el ministro Castiella con el apoyo de importantes padrinos internacionales, en particular del otro lado del Atlántico; y también se reunió en varias ocasiones con representantes de la oposición antifranquista. A la muerte de Franco, cuando Santiago Carrillo le expuso la voluntad del PCE de no reconocer la legitimidad de la sucesión “a título de rey” del príncipe Juan Carlos, Spinelli le advirtió lealmente de que toda la flor y la nata del conservadurismo europeo estaba encantada con la idea de la restauración monárquica y con la figura del joven rey.


2.- El hombre de una sola causa

La lucha antifascista llevó a Spinelli, aún estudiante, a ingresar en las filas del PCI; no por un entusiasmo militante parecido, por poner un ejemplo lejano a nosotros, al de Mauro Scoccimarro, al que me he referido en otra ocasión utilizando las palabras mismas de Spinelli (**), sino por considerar que el partido ofrecía la posibilidad más coherente y seria de luchar contra los nacionalismos agresivos que amenazaban destruir a Europa (luego lo hicieron, en efecto).

La deriva del estalinismo llevó a Spinelli, aún en prisión en Ponza, a abandonar el partido comunista. Prefirió no contemporizar, aun a sabiendas de que su aislamiento se agudizaría, y eligió el choque frontal. Fue Giorgio Amendola quien redactó el documento de exclusión, “por desviación ideológica y arrogancia pequeñoburguesa”. El propio Amendola, a solicitud de Enrico Berlinguer, le ofrecería muchos años después un puesto en el Parlamento italiano como independiente en la lista del PCI. Spinelli aceptó. Esta pequeña historia revela, no cuánto había cambiado él mismo en el curso de los años, sino hasta qué punto se había librado en ese tiempo el partido de dogmatismos pretéritos.

Spinelli aceptó la propuesta del PCI con la idea de hacer un trabajo determinado. Fue en ese momento, como antes, como siempre, un hombre fiel a una causa. Y al margen de que llevara o no puesta la etiqueta de comunista, nunca ejerció de anticomunista.

Lo cual se muestra con otra anécdota singular. En el primer Congreso del Partito d’Azione, celebrado en Roma en 1946, el discurso del recién reclutado Spinelli fue poco apreciado por Emilio Lussu, entonces ministro en el gobierno de amplia coalición. Lussu comentó en tono ácido, durante una intervención interminable ante los congresistas, que Spinelli pertenecía “a una estirpe de ex comunistas que se sabía bien de dónde venían, pero no adónde iban”. El aludido cuenta que le respondió, en pasillos, «que la seria, dura y noble experiencia comunista previa era el único motivo por el que conseguía soportar la charlatanería socialista vana de Lussu y de sus amigos.»


3.- El hombre del largo, incluso larguísimo, plazo

Es característica la impaciencia de Spinelli frente a la charlatanería vana, su deseo de concreción, de premura y de eficacia. Asocio sus tomas de posición siempre realistas y flexibles pero intransigentes en cuanto al planteamiento de fondo, con la personalidad de Bruno Trentin, que fue también un comunista heterodoxo, un europeísta a ultranza y un hombre volcado en una utopía cotidiana que luchaba por ver plasmada en la realidad sin esperar a los mañanas nebulosos, a los lendemains qui chantent.

Observen esta anotación irritada del diario de Spinelli (p. 28 cit.), tan parecida a las que salpican los Diarios de Trentin: «Me siento deprimido y humillado por esta imbecilidad política de la Comisión. En ella no hay más que almas de burócratas. Son capaces de hablar bien de los informes individuales preparados por y con los funcionarios, pero no saben adoptar ningún tipo de visión política.»

Pero esa impaciencia, esa querencia hacia lo inmediato, lo tangible, se combina en su personalidad política con una concepción “larga” del tiempo político que trasciende las victorias y las derrotas ocasionales. «Es necesario sentir que el valor de una idea se demuestra, antes incluso que por su éxito final, por su capacidad de resurgir de las derrotas que origina. A fin de cuentas, quien quiera que se proponga acometer una gran empresa lo hace para darles algo a sus contemporáneos y a sí mismo, pero nadie sabe en realidad si trabaja para los demás […], o para una generación más lejana que todavía no ha nacido y redescubrirá su trabajo inacabado […], o para nadie.» (p. 358)

El sustrato “sólido” (es decir, no líquido ni gaseoso como viene a ser frecuente) de esa concepción queda, en mi opinión, perfectamente expresado en el texto de una carta de Spinelli y Ernesto Rossi a la comisión preparatoria de un Congreso federalista en París, en el año 1946. Es este: «Si en los albores de nuestra época nacional se dijo que en el mundo no ha sucedido nada grande sin pasión, es hora de decir alto y claro que en el mundo no se ha hecho realidad ningún proyecto de libertad sin una sobria inteligencia.»