El emperador de Bizancio transfigurado en rey mago.
Detalle del fresco de Benozzo Gozzoli en la capilla del palacio Médicis de
Florencia. La pintura evoca el lucido cortejo venido de Oriente para consensuar
un símbolo de la fe unificado, en el Concilio de Florencia (1439-1445)
Hay una idea
profunda detrás de esa humorada de don Roger Griffin, de que para la existencia
de una Cataluña independiente sería indispensable una religión diferenciada.
El tema ya ha sido
tratado con solvencia por don Gualtier Maldé en el blog de referencia “Metiendo
bulla” (1), y en rigor no hace falta añadir nada a lo ya expuesto por el
prestigioso profesor de la Universidad de Mantua. Ocurre solo que ayer mismo
hacía yo en este foro una reflexión acerca de los villanos clásicos y modernos,
y he tomado conciencia de pronto de cuánta necesidad profunda y primaria
tenemos todos, no solo de amar, sino de odiar.
Ponga un villano en
su vida, sería la consigna publicitaria. La lengua propia como conformadora de
la patria no tiene esa entidad. No basta con quejarse de que los mercaderes han
introducido el castellano vulgar en el sancta
sanctorum del Templo de TV3. Es necesario odiar todavía mucho más a los otros, a los que son distintos de
aquellos a los que amamos y por los que somos amados. Y en esa operación
esencial para la conformación adecuada de una «unidad de destino en lo
universal», la religión es imprescindible.
El bisbe Torras i Bages o los monjos de Montserrat no acaban de
rellenar el cupo; quedan demasiado cerca del cardenal Cañizares con su bata de
cola, y de la curia vaticana, tan hábil siempre en manejar la casuística en función
de las variables de la coyuntura.
Un buen Cisma es lo
que haría falta. En los viejos tiempos el remedio resultó eficaz para separar a
las profesiones de fe cristianas de Oriente y de Occidente. Quizá no sea ocioso
precisar que la cuestión más importante en aquella querella fue la adición por
los obispos de Roma de un Filioque en
el símbolo de la fe. Los teólogos de ambas partes se reunieron en Florencia en la
primera mitad del siglo XV, a instancias de Cosimo di Medici que ejerció de
anfitrión, para dilucidar el grave asunto. Se llegó a un primer consenso pero el
patriarca de Constantinopla murió inesperadamente (ya fuera por causas
naturales u otras), y la discordia se enconó, Al final, el emperador de
Bizancio se volvió a su capital sitiada por el Turco, con las alforjas de la
cooperación militar vacías y en cambio las de la fe llenas a rebosar. «Prefiero
ver en Constantinopla los turbantes de los otomanos a las mitras de los
obispos», declaró uno de los defensores más airados de la supresión del “filioque”.
Y vio sobradamente cumplidos
sus deseos.
Esa capacidad
infinita de odio al que no piensa como yo, es un motor esencial de la Historia “como
es” en realidad, al margen de cómo nos la enseñen. A lo largo de los siglos,
cada nueva religión sobrevenida ha derribado los ídolos de la anterior religión
recién caducada. Sin ese exorcismo necesario, no podría conformarse la patria
acogedora de los creyentes de buena fe, la Jerusalén celestial en la que manan
ríos de leche y de miel.
Nada de
conservación, nada de tolerancia, nada de sincretismo: la historia de las
patrias y la de las religiones corren parejas en ese tema schumpeteriano de la
destrucción creadora.
Ahora parece ser
que estamos de nuevo en las mismas. Y eso que según Francis Fukuyama habíamos
llegado al fin de la historia.