jueves, 2 de julio de 2020

LENGUA, RELIGIÓN, PATRIA



El emperador de Bizancio transfigurado en rey mago. Detalle del fresco de Benozzo Gozzoli en la capilla del palacio Médicis de Florencia. La pintura evoca el lucido cortejo venido de Oriente para consensuar un símbolo de la fe unificado, en el Concilio de Florencia (1439-1445)

    

Hay una idea profunda detrás de esa humorada de don Roger Griffin, de que para la existencia de una Cataluña independiente sería indispensable una religión diferenciada.

El tema ya ha sido tratado con solvencia por don Gualtier Maldé en el blog de referencia “Metiendo bulla” (1), y en rigor no hace falta añadir nada a lo ya expuesto por el prestigioso profesor de la Universidad de Mantua. Ocurre solo que ayer mismo hacía yo en este foro una reflexión acerca de los villanos clásicos y modernos, y he tomado conciencia de pronto de cuánta necesidad profunda y primaria tenemos todos, no solo de amar, sino de odiar.

Ponga un villano en su vida, sería la consigna publicitaria. La lengua propia como conformadora de la patria no tiene esa entidad. No basta con quejarse de que los mercaderes han introducido el castellano vulgar en el sancta sanctorum del Templo de TV3. Es necesario odiar todavía mucho más  a los otros, a los que son distintos de aquellos a los que amamos y por los que somos amados. Y en esa operación esencial para la conformación adecuada de una «unidad de destino en lo universal», la religión es imprescindible.

El bisbe Torras i Bages o los monjos de Montserrat no acaban de rellenar el cupo; quedan demasiado cerca del cardenal Cañizares con su bata de cola, y de la curia vaticana, tan hábil siempre en manejar la casuística en función de las variables de la coyuntura.

Un buen Cisma es lo que haría falta. En los viejos tiempos el remedio resultó eficaz para separar a las profesiones de fe cristianas de Oriente y de Occidente. Quizá no sea ocioso precisar que la cuestión más importante en aquella querella fue la adición por los obispos de Roma de un Filioque en el símbolo de la fe. Los teólogos de ambas partes se reunieron en Florencia en la primera mitad del siglo XV, a instancias de Cosimo di Medici que ejerció de anfitrión, para dilucidar el grave asunto. Se llegó a un primer consenso pero el patriarca de Constantinopla murió inesperadamente (ya fuera por causas naturales u otras), y la discordia se enconó, Al final, el emperador de Bizancio se volvió a su capital sitiada por el Turco, con las alforjas de la cooperación militar vacías y en cambio las de la fe llenas a rebosar. «Prefiero ver en Constantinopla los turbantes de los otomanos a las mitras de los obispos», declaró uno de los defensores más airados de la supresión del “filioque”.

Y vio sobradamente cumplidos sus deseos.

Esa capacidad infinita de odio al que no piensa como yo, es un motor esencial de la Historia “como es” en realidad, al margen de cómo nos la enseñen. A lo largo de los siglos, cada nueva religión sobrevenida ha derribado los ídolos de la anterior religión recién caducada. Sin ese exorcismo necesario, no podría conformarse la patria acogedora de los creyentes de buena fe, la Jerusalén celestial en la que manan ríos de leche y de miel.

Nada de conservación, nada de tolerancia, nada de sincretismo: la historia de las patrias y la de las religiones corren parejas en ese tema schumpeteriano de la destrucción creadora.

Ahora parece ser que estamos de nuevo en las mismas. Y eso que según Francis Fukuyama habíamos llegado al fin de la historia.