El comienzo de esta historia se encuentra
en http://vamosapollas.blogspot.com/2020/07/mi-amistad-improbable-con-lucio-urtubia.html
Carmen con Lucio, a la puerta
de la vivienda-sala de actos de la rue des Cascades. «El aprendizaje que
siempre te faltará, le decía Lucio, es no haber pasado más hambre de niña,
porque el hambre es el motor principal del progreso de la humanidad.» «Pues yo
de niña siempre tenía hambre», le respondía Carmen.
«Yo no sé escribir», me
dijo Lucio, con sencillez, en la cafetería de la calle Consell de Cent.
He descrito así, en
otro lugar, la prosa de Lucio: «Estaba
escrito a bolígrafo sin dejar casi márgenes, sin puntos y aparte, sin sintaxis,
con añadidos intercalados al dorso de muchas páginas… Lucio lo había escrito
tal como habla, con repeticiones y con continuos incisos para seguir una idea o
a un personaje que se le cruzaba en el relato. Algunas palabras estaban
directamente en francés, ponía “entreprisa” en lugar de empresa, o la “cour”
por el tribunal. Pero también me saltaron a la vista algunas frases directas,
contundentes, como talladas en granito. Valía la pena intentar conservar aquel
estilo.»
Ni se me ocurrió
decirle que no, pero me di cuenta de lo complejo de aquella aventura. La
historia de Lucio tenía implicaciones positivas con las que me sentía
solidario, pero otras me parecían auténticas barbaridades. La cuestión era
ayudarle y al mismo tiempo no implicarme personalmente en una idea muy salvaje
de la anarquía.
Entendí además que el
documento autógrafo que Lucio me había puesto en las manos tenía una trascendencia
incluso general. Cuando le devolví todo aquel paquete, más de un año después,
me preguntó para qué lo hacía. «Haberlo tirado», me dijo, y yo le contesté que
donase aquellos textos tal como estaban a alguna academia, la de Historia por
ejemplo; que habría estudiosos que los utilizarían algún día. Espero que me
haya hecho caso.
Encargó a su
hermana Satur, sin decirme a mí nada, que me remitiera por giro postal 500
euros como paga y señal por mis servicios. No habíamos hablado de pago ni de
precios. Le pedí a Lucio por teléfono que me pagara solo en el caso de que él
tuviera beneficios por la venta del libro. Me contestó que él no iba a cobrar
nada: «Quiero que todo lo que se saque vaya para los presos», dijo. «Entonces
no me des nada tampoco a mí. Estaremos juntos en esto», le contesté.
Dijo «los presos».
Alguien puede pensar que se refería a los políticos, pero Lucio no hacía esos
distingos. Le tenía horror a la cárcel, y todos los que la padecían eran
iguales para él, presos “políticos” del Estado Leviatán. Financió toda clase de
revueltas contra el Estado. El Estado era el Mal absoluto, y todo lo que se
hiciera para derribarlo era bueno. Esas eran su lógica y sus creencias.
En marzo yo tenía
el trabajo lo bastante avanzado para evaluar las lagunas enormes del redactado
original de Lucio. Había hilos sueltos por todas partes, historias iniciadas
que no concluían. Era necesario que completara lo escrito con más textos, que
yo no podía escribir por él.
Se me ocurrió una
idea brillante. En marzo está el aniversario de mi boda con Carmen. Lo
celebraríamos con un corto viaje a París, y tendríamos tiempo extra para un par
de sesiones de trabajo con Lucio. Le telefoneé para explicárselo. Le dije que
en cuanto encontráramos un hotel sencillo y céntrico, volvería a llamarle con
la información. «¡Qué hotel! ─protestó─. En mi casa sobra sitio, venid y nos
arreglaremos.»
Vivía solo, en un
edificio cuya planta baja estaba ocupada por un gran salón de actos, el Espace
Louise Michel, con unos aseos a un lado y una cocina en el rincón opuesto. La
cocina prácticamente solo se utilizaba para que sus eventuales visitantes se
prepararan café, Lucio hacía todas sus comidas fuera. Por una escalera lateral
se subía al piso, donde estaban los dormitorios y el baño. Había mucho sitio,
de verdad. «Esconded la maleta y dejadla siempre cerrada con llave, nos
advirtió Lucio. Aquí entra toda clase de gente, y no hay ninguna puerta cerrada.»
En todo lo
referente al libro nos entendimos casi sin palabras. Yo le llevé una lista de
veintitantas propuestas de extensión del texto de los primeros capítulos: sobre
la familia, sobre la vida en Cascante, sobre el entramado represivo de los años
de la posguerra civil. Lucio se ponía a redactar cuando se levantaba,
tempranísimo, y me presentaba los deberes hechos a la hora del desayuno.
El libro creció.
Lucio respetaba todo trabajo hecho con competencia. Se burlaba de “algunos
compañeros” que llegaron a su casa dispuestos a hacer la revolución y no sabían
manejar una escoba.
Pero no nos dejó
barrer, ni fregar, y casi ni hacernos las camas (por ahí no pasamos). Una
compañera venía todas las mañanas a arreglar la casa, tenían un acuerdo
implícito los dos, y a los dos les iba bien.
Lucio tenía esposa,
Anne, y una hija de ambos (tuvo también otra hija, con otra mujer). Con el yerno legal habían montado una pequeña empresa de
construcción. Pero vivían todos separados. «Anne tiene un mal genio terrible, y
yo también. Estamos mejor así, pero la quiero como no he querido a nadie en el
mundo», me dijo Lucio. En otro tranco de esta historia hablaré de Anne.
«Aprendí el francés
a partir de las canciones», me explicó Lucio, que llegó a París en 1954, con
los bolsillos vacíos y la necesidad de ganarse la vida como fuera. Una noche
nos llevó a cenar un bistró próximo al parque de Belleville, porque aquella
noche actuaba Riton-la-Manivelle, un artista del organillo. El repertorio
consistió en Piaf, Ferré, Brel, Brassens, Mouloudji, Gainsbourg, L’Affiche
Rouge y el Chant des Partisans. Riton nos repartió cuadernillos con las letras
de las canciones, para que las cantáramos todos a coro. A la salida, un tanto
achispados, Lucio y yo volvimos cantando a dúo por la calle una canción
anarquista italiana recordada a medias sobre Sante Caserio, el hombre que apuñaló al
presidente francés Carnot. Carmen fue testigo de la cantata, no bebe nunca y era
la única sobria de la compañía.
«Tú eres judío,
claro», me decía Lucio con mucha sorna, no sé si para picarme. «Todos los
catalanes sois judíos.» «Seguro que algo de judío tengo, aunque supongo que la
raza anda muy mezclada. No como vosotros los vascos, que sois de raza pura.»
«Lo peor que tenemos los vascos, refunfuñaba Lucio, es que somos muy
rezadores.»
El día en que nos
despedíamos de París tuvo lugar en el Espace Louise Michel un gran acto por los
presos de Acción Directa. La sala estaba hasta los topes. Asistimos a una
filmación sobre una activista liberada por motivos de salud (estaba enferma terminal,
murió a los pocos días), y allí fui presentado a Héliette Besse, el hada
madrina de los presos, una mujer de una abnegación y un desinterés absolutos.
«Tendremos que
vernos más veces», le dije a Lucio como despedida, después de darle las gracias
por su aplastante hospitalidad.
«La próxima, en
Cascante», me respondió.
(Continúa mañana)
Sesión de trabajo en la
cabecera de la sala de actos del Espace Louise Michel. Se aprecia la cocina de
rincón, invisible para la audiencia.