Junto a Lucio, delante del Espace
Louise Michel, rue des Cascades, Belleville, París.
Hay días nefastos en el año, pero
posiblemente ninguno tan funesto como el 18 de Julio. Ayer, 18 de Julio de 2020
el fallecimiento, a pocas horas de distancia, de Lucio Urtubia y de Joan Marsé,
le robó protagonismo a un hito destacado de la historia universal de la
infamia.
Hablaré en algún momento de Marsé, pero primero
voy a hacer un esbozo en varios trancos de lo que ha sido mi amistad ─muy
especial e improbable─ con Lucio, el anarquista irreductible.
Lo normal habría
sido que mi experiencia vital no se hubiera cruzado nunca con la trayectoria de
Lucio Urtubia, especialista alicatador, anarquista, activista partidario de la
acción directa, atracador de bancos en su juventud y estafador de entidades bancarias
en su madurez, al servicio siempre de la revolución.
Lo improbable
ocurrió debido a un libro. A dos libros, para ser rigurosos. El primero fue su
biografía, escrita por Bernard Thomas. Después llegaría el segundo, no por
casualidad sino en línea de consecuencia. Pero vamos por partes.
En el año 2001
Ediciones B se planteó publicar una traducción española del libro de Thomas, y
me la encargó a mí. Yo estaba trabajando en ese momento para una obra colectiva
en una editorial grande, Salvat, y disponía de poco tiempo; pero tampoco podía
decir “No” a Ediciones B. Las cosas funcionaban de ese modo para un autónomo freelancer con un pasado sindical demasiado
prominente para disimularlo y que excluía cualquier posibilidad de contratación
fija o por obra en el sector. Si no aceptaba todas y cada una de las ofertas
que me hicieran, corría el riesgo de que no me llegara nunca ninguna más.
Propuse a Ed. B hacerme
cargo de la traducción al alimón con mi hija Albertina, garantizando mi
supervisión final a todo el texto. Al mismo tiempo, comuniqué a Salvat que mi
dedicación en términos de presencia, que en ningún caso había sido establecida por contrato,
sufriría durante unos meses algunos leves recortes. Las dos editoras aceptaron
la situación, pero en los dos casos con una irritación no disimulada. En Salvat
mi jefa me afeó en tono sarcástico mis “pequeñas infidelidades”. En Ed. B
miraron con lupa mis entregas y me señalaron cada falta que encontraban con la
cantinela “seguro que esto lo ha hecho tu hija”.
Así estaban las
cosas, cuando un día me llamaron de Ed. B: «Lucio quiere hablar contigo, ¿te parece
bien que le demos tu teléfono?» Dije que sí. Un par de días después tuve una
llamada desde París. Lucio estaba preocupado por el libro. «Es que Thomas ha
hecho “su” libro, no el mío. Y todos los franceses son iguales, lo que no es
cosa suya no tiene importancia. Pone por ejemplo que Cascante está en la
provincia de Zaragoza. Aquí esto no le llama la atención a nadie, pero lo leen
en mi pueblo y me corren a gorrazos, ¿tú me entiendes?»
Le entendí. El
libro de Thomas estaba lleno de inexactitudes pequeñas y de algunas
contradicciones no tan pequeñas. Estaba hecho deprisa, vamos. Aproveché para
comentar algunas de mis dudas a Lucio. Me llamó luego varias veces. Corregimos
entre los dos algunos puntos del texto para adecuarlo a lo que él me contó.
Tuve que explicarlo en la editorial, aquello no eran “errores” de traducción sino
correcciones de faltas cometidas por el autor.
En la editorial se
irritaron todavía más. El contrato estaba firmado entre un autor, Bernard
Thomas, y un editor. Lo que hacíamos el biografiado y yo era puentear esa
relación e introducir cortocircuitos.
Pero lo aceptaron.
Lucio era para ellos mucho más importante desde el punto de vista del éxito del
libro que el autor. Y como Lucio estaba muy contento de su relación con mi hija
y conmigo, esa satisfacción consolidaba nuestro prestigio en la casa.
Así apareció “Lucio, el anarquista irreductible” (Ed.
B 2001, traducción de Albertina Rodríguez Martorell y Francisco Rodríguez de
Lecea). Se hicieron varias ediciones, una de ellas en formato bolsillo, en
2002, de tirada más amplia.
Pasó el tiempo.
Seguí con mis trabajos. El 9 de enero de 2007 Lucio me llamó de buena mañana, no
desde Francia sino desde la Estación de Francia, en Barcelona.
«Paco, estoy en
Barcelona para otras cosas, pero quiero enseñarte algo. ¿Cuál es tu dirección? ¿Podemos
vernos dentro de diez minutos a la puerta de tu casa?»
No conocía ni mi
dirección. Le di la de la cafetería más próxima a mi casa, porque me dijo que
venía en ayunas, estaba recién bajado del Talgo. Cuando bajé él estaba ya allí
plantado, inconfundible: no muy alto, recio, luciendo boina, jersey gris de
cremallera y pantalones de pana color miel. Mientras desayunábamos, me puso
delante un paquete muy voluminoso con libros, revistas, recortes de periódico,
fotocopias, fotografías y un texto manuscrito en letra grande, redonda y clara,
que abarcaba 265 páginas pulcramente numeradas, más una treintena adicional que
contenía algunos borradores más enmarañados sobre acontecimientos particulares.
«Mírate esto, y
dime si es bastante para empezar. Quiero otra biografía, la “mía”. Le pasé todo
esto a Bernard Thomas y utilizó menos del diez por ciento. Yo quiero que se
publique por lo menos el setenta o el ochenta de lo que hay aquí. ¿Te parece
que puedes ayudarme?»
Nos miramos los dos
a los ojos. Eso pasaba el día mismo en que nos conocimos.
(Continúa mañana)