Restos del Castell Formós de
Balaguer, foto Arqueoxarxa. Quizás una prefiguración de lo que nos espera.
En la fábrica ciertas
cosas se entendían con facilidad: nadie es más que otro, se necesita el
esfuerzo de todos, el controlador es un mierda, y si un compañero te pide el
cambio de turno por una urgencia tú lo haces porque hoy por ti, mañana por mí,
aunque él sea de Sierra Leona.
Con la desaparición
de la fábrica “física”, y la generalización de las subcontratas efímeras y de
las externalizaciones masivas, la solidaridad interna del grupo no encuentra
cauces adecuados. Tan solo sigue vigente la defensa de los puestos de trabajo,
y ahí, en el regateo, empiezan las cuestiones de que unos son más que otros:
unos tienen más antigüedad; otros, más residencia; otros aún, mejores papeles.
Fuera de la “modernidad”
igualadora de la fábrica, las cosas siempre fueron muy distintas. Ya Carlos
Marx dejó sentado (en “El 18 Brumario de
Luis Bonaparte”) que los pequeños propietarios agrarios no son una clase
social, sino aproximadamente lo contrario: el suyo es el reino del
particularismo, de los pleitos por las lindes, de la envidia y el rencor
acumulados, del hacer prevalecer los derechos legales o consuetudinarios
propios frente a los del vecino…
De forma asombrosa,
en la Cataluña post industrial ha resucitado la mentalidad intemporal del
pequeño terrateniente, su ruindad, su astucia para tirar la
piedra al prójimo y esconder la mano, su recurso a los leguleyos para torcer el
espíritu de las normas con el fin de conseguir una ventaja de dos palmos en la linde
con el sembrado del vecino. Se ha fijado el tiempo de la reivindicación nacional en
1714, pero se está retrocediendo aceleradamente hasta la guerra de los
remensas. No debe faltar mucho para que uno de nuestros nuevos viceconsellers o
similar, expertos en el mundo digital y en las escuelas americanas de negocios,
nos salga con la necesidad de recuperar los malos usos y el ius primae noctis en la resplandeciente
República que ya se albira en la lontananza.
Existe un
precedente histórico, pero solo se publicita de una manera parcial y sesgada.
Don Jaume d’Urgell, el Dissortat,
tuvo en Caspe el voto en contra de las nuevas élites comerciales urbanas, que
no eran favorables a los métodos de gobierno “de toda la vida”, basados en la
horca, el cuchillo y la bendición eclesiástica.
Don Jaume se
levantó contra los Trastámara a destiempo, confiado en una milicia inglesa que
nunca llegó y en el apoyo incondicional de los grandes barones catalanes.
La reacción de los
grandes barones en ese trance fue digna de la teorización posterior de la Puta
y la Ramoneta. Don Jaume y Don Fernando les solicitaban mesnadas y recursos en
efectivo, para combatirse recíprocamente. Y los nobles catalanes respondieron de
forma unánime y concertada enviando a Urgell un pelotón al mando de un sargento,
y otro pelotón similar al de Antequera, al mando de otro sargento. Añadieron su
pleitesía a ambos, no aportaron a ninguno de los dos dinero efectivo, e
hicieron constar su promesa firme de una neutralidad exquisita en la contienda
civil abierta.
Hubo una guerra medio de
mentirijillas, y un asedio muy real al Castell Formós de Balaguer. Don Jaume no
se lo creía: ¡pero si iba de farol! Hasta qué punto llegaba el farol, se puede
deducir del hecho de que “olvidó” meter en el castillo, en el que se había
propuesto resistir “hasta el final”, pólvora para su artillería. Luego mandó a
su esposa, pariente de Fernando, a negociar la rendición. Solo obtuvo garantías
por su vida.
Pasó el resto de su
vida en prisiones castellanas, sin tercer grado ni redención de penas. El país
se precipitó aceleradamente hacia la siguiente guerra civil. Son datos al alcance
del Institut Nova Història y de la Generalitat, pero ambas instituciones deben de haber decidido
de común acuerdo que no son significativos.