Los problemas de
Grecia ni han terminado ni se han aliviado sustancialmente; solo se han
aplazado las decisiones fundamentales. Hubo una colisión frontal en la última
reunión del Eurogrupo, y por fortuna el airbag funcionó, de modo que no hubo
que lamentar víctimas inmediatas. Juan Moscoso del Prado (en El País) se
apresura a felicitarse a sí mismo y a la socialdemocracia como fautores de la “solución”.
Pero no hubo tal solución, y la intercesión del SPD ante Merkel fue mucho más
discreta y vergonzante que audaz y clarificadora. Mejor no colgarse medallas
anticipadamente en este tema vidrioso.
Si no hubo Grexit
fue porque Tsipras aceptó un acuerdo cuyos términos estaban concebidos desde la
idea de que eran tan inaceptables y señalaban un futuro tan negro que solo
podían provocar un rechazo. Martin Schulz es socialdemócrata; Jeroen Dijsselbloem
también. Que ni ellos ni el grupo que lideran hayan conseguido suavizar las
condiciones leoninas impuestas a Grecia con la intención principal de
humillarla, lo dice todo sobre su capacidad de iniciativa y de maniobra en la
Unión Europea actual. Lo que les ha preocupado sobre todo no ha sido la vida de
los griegos después de los recortes, sino alejar la posibilidad de contagio de
los “radicalismos” helénicos a otras latitudes.
Ocurre que, desde
la letra de los tratados y la ortodoxia jurídica más acrisolada, una vez que
Tsipras aceptó lo inaceptable no era posible ya expulsarlo de la Unión ni de la
zona euro. Así es como el airbag ha funcionado.
Se abre ahora un
compás de espera. Porque todo lo que ha ganado Syriza de momento es tiempo, aunque
quizá también algo más. Tiene una corriente crítica en su seno que quiere
desmandarse, pero ha conquistado un respeto nuevo de parte de la oposición que
recibió de uñas su mayoría. En el país, considerado en su conjunto, ha crecido
el consenso. Los cócteles molotov en la plaza Sintagma quedaron en anécdota;
incluso el incendio del monte Imittos está controlado. La situación global no
es mejor que en la época de Samarás, pero ahora se ha consolidado en el país un
liderazgo. No tan “radical” como algunos desearían; pero aceptado ampliamente
por la ciudadanía. O eso me dicen desde Atenas.
El problema reside
ahora en que Tsipras ha firmado un acuerdo incumplible. Lo sabe él, lo sabe y
lo dice Varoufakis, lo sabe Merkel, lo sabe el FMI que ha publicado un informe
casi keynesiano sobre las posibilidades del país para salir del agujero en el
que se ha hundido. Si este es un problema económico y no político, tiene
solución, una solución en las mejores tradiciones de solidaridad y de
compensación de la Unión Europea clásica, la que de verdad cuenta. No demos
vara alta a los finlandeses en este pleito; ellos siempre han tenido la rara
cualidad de ser más papistas que el papa, que cualquier papa.
Y si Wolfgang
Schäuble, resentido ahora con Angela Merkel porque tiene una visión del
problema griego diferente de la suya propia, lleva su irritación al acto
consumado de presentar su dimisión, revocable o no, convendrá aceptarla sin
alharacas y con profundo agradecimiento a los servicios prestados por este
prohombre al que la historia colocará en su justo sitio.
Y luego, convendrá
multiplicar las convocatorias y las solidaridades para, entre todos, aliviar
los doce trabajos de Hércules que el jugueteo caprichoso de los inmortales del
Olimpo ha impuesto al pueblo griego. Porque Alexis Tsipras no es Hércules, y tampoco
lo son ni Varoufakis ni Tsakalotos. Y nadie va a poder llevar a término los doce putos trabajos de las narices.