Sobresaltos de un
chivo expiatorio (5)
Carmen quedó
impresionada por la irrupción en nuestra salita de estar del gabinete de crisis
en peso. Su lealtad primigenia ha triunfado sobre el fastidio de tanto ajetreo.
Ha decidido no hacer las maletas, y quedarse a mi lado pase lo que pase.
– No vamos ahora a
echar por la borda cuarenta y cinco años de convivencia – dice –. No todo ha
sido basura en este tiempo. También ha habido momentos inolvidables, ahora
mismo no recuerdo cuáles, pero probablemente los ha habido. De modo que, si hay
que morir, moriremos juntos.
Me siento
conmovido, pero también algo alarmado.
– Mejor no llevar
las cosas hasta ese extremo, ¿no? A morir juntos, digo. Vamos, si no te
importa.
– Claro que no,
tonto – concluye ella el debate.
Aliviado por haber
resuelto de forma aproximadamente satisfactoria la primera de las crisis que me
acechaban, bajo de buena mañana a la calle con el encargo de comprar el pan del
día y una sandía grande. Camino abstraído en mis pensamientos. Ya de vuelta
hacia casa, junto al Ayuntamiento, me para un desconocido:
– ¡Qué pasa,
quillo! ¿No saludas a los amigos?
Lo miro asombrado.
Es bajo, nervudo, muy moreno, pinta de macarra. Más de cincuenta tacos,
probablemente más de sesenta también. Pelo entrecano, largo, rizado y sujeto en
la nuca con una cola. Lleva unos bermudas obscenamente bajados, de modo que
luce al aire medio culo peludo por detrás, y por delante medio palmo de vientre
peludo debajo del ombligo. Cubre a medias el tórax peludo con una camiseta no
muy limpia. La camiseta lleva una inscripción: «CARPE THE FUCKIN’ DIEM». Dos
palabras en latín, y entre medias dos en inglés. En mi cerebro obnubilado se
hace la luz. Nos abrazamos con entusiasmo.
– ¿Karla? – le
susurro al oído.
– ¿Dónde podemos
hablar con tranquilidad? – replica Karla.
El único sitio que
se me ocurre es el Café Central. Ocupamos un rincón discreto. Yo me conformo
con un café con leche, pero el agente ruso reclama tejeringos, brioches, magdalenas,
mantequilla y mermelada, y pregunta si no es posible que le preparen además un
par de huevos fritos. No me parece la forma mejor de pasar inadvertidos, pero
Karla es un profesional y debe saberlo mejor.
– Escucha, colega,
pon atención porque los pequeños detalles tienen su importancia. La suite de
Lagarde tenía una puerta disimulada que daba a un corredor lateral estrecho y
bastante oscuro. No era la única habitación con esas características. Las
habitaciones pares de todo un pasillo del piso noble tienen puertas similares
que dan al mismo corredor. Este conecta con el exterior mediante un acceso
exclusivo, a través de un tramo de escaleras. Al lado derecho de las escaleras
hay un trastero grande con puertas dobles de batientes, que no se cierra con
llave. Allí se guardan los carritos de la limpieza, las escobas, los cubos y
los contenedores de basura. ¿Me explico?
– Te explicas –
contesto. Me maravilla la corrección y la fluidez con que habla Karla el
español, con un ligero acento que podría ser andaluz, canario o
latinoamericano.
– Ahora viene lo
importante. La misma llave abre todas
las puertas traseras camufladas de esa hilera de suites. Y en esa zona del
hotel se había instalado a los miembros del Eurogrupo. La dirección guarda una
discreción exquisita en relación con ese corredor y esa escalera, cuya utilidad
a efectos non sanctos puedes calibrar sin mayor esfuerzo. A nadie se le da la
llave de la puerta trasera si no la pide expresamente. Pero atención, una vez
se le ha dado, quien sea está en condiciones de abrir las puertas traseras de
todas las habitaciones de ese sector.
– Comprendo – digo.
– Muy bien. Ya te
has hecho una idea, digamos topográfica, del escenario. La suite de Lagarde
estaba en un extremo del corredor; la escalera de escape, en el centro. Hacia
las cinco de la madrugada yo subía sin hacer ruido por esa escalera. Mis
motivos no tenían nada que ver con las joyas. Alguien, cuyo nombre no hace al
caso, había quedado en pasarme un documento confidencial a cambio de una
remuneración concertada previamente. Ese tipo de pequeñas transacciones que son
la sal y la pimienta de la vida diplomática.
– ¿Un miembro del
Eurogrupo espía para la Rusia de Putin? – se me escapa preguntar. Karla me mira
con frialdad mientras mastica con parsimonia. No le ha sido posible conseguir
los huevos fritos y ha tenido que conformarse con un bocata de chorizo y
tomate.
– ¿Algo que
objetar? – dice, desafiante.
– No, no, nada.
Continúa, por favor.
– En el instante en
que llego al rellano, una puerta se abre. Me agazapo contra la barandilla. A
menos de un metro, veo pasar a un hombre. Lleva en una mano un bolso con el
nombre Louis Vuitton escrito por toda la superficie. Con la llave que sostiene
en la otra mano abre despacio, cuidando de no hacer ruido, una puerta que queda
del otro lado de la escalera. Desaparece en el interior de la habitación a
oscuras, y un momento después reaparece sin el bolso, recorre el pasillo en
dirección contraria, vuelve a la habitación de la que salió y echa la llave.
»El reflejo de una
luz en una ventana me permite reconocerlo. Es ese ministro vuestro con nombre
de sistema operativo.
– ¿Cómo? ¿Qué
nombre?
– Windows.
– ¿Guindos? ¿Luis
de Guindos?
– Eso, Gwindows.
Un gesto brusco motivado
por la sorpresa hace que derrame mi café con leche sobre los bermudas horteras
de Karla. Él se levanta, reclama un trapo del patrón, se limpia y vuelve a
sentarse impertérrito.
– Más cuidado,
colega – me reprende. Mi imaginación trabaja a toda máquina.
– ¿Cómo iba
vestido, con pijama?
– De punta en
blanco, como para una fiesta. Con corbata y flor en el ojal.
– ¿Venía de la
suite de Lagarde?
– Nope. Del lado
contrario del corredor. Hice mis averiguaciones con el detective de guardia,
que es un viejo conocido de la profesión. La habitación de la que salió era la
suya, y la otra donde dejó el alijo…
– ¿Sí?
– Era la del
presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem.
Estoy empezando a
atar cabos.
– Karla, macho,
perdona la confianza…
– Perdonada,
colega, faltaba más.
– Es posible que
asistieras solo al segundo acto de la función. Veamos. Windows se hace cargo
primero del paquete auténtico en la suite de Lagarde; va luego a la suya para
hacer el cambiazo; y una vez consumado este, corre a colocar el paquete ful en
la mesilla de noche de su rival en el Eurogrupo. ¿Voy bien?
El veterano espía
menea la cabeza.
– Demasiadas
deducciones en el aire. Nadie asegura que el ladrón de la suite de Lagarde sea
el mismo Windows. Y luego, ¿por qué a las cinco de la madrugada no se había
desprendido aún ni siquiera de la corbata, ni de la flor en el ojal? ¿Qué se
debe?
La última pregunta
va dirigida al patrón. Karla paga la cuenta, me dirige un gesto de despedida
amistoso y se pierde entre la riada de personas que se dirigen a la playa. Yo
recojo el pan y la sandía recién adquiridos y vuelvo a mi apartamento. La
diferencia entre Hércules Poirot y yo es que él podía interrogar a gusto a los
sospechosos, mientras que yo estoy maniatado en una localidad costera, solo y
desvalido en medio de una trama internacional de campanillas.
(Continuará)
Nota.- Para los capítulos anteriores de esta historia
hiperreal de intriga de altos vuelos, ver por el orden que se indica: