Releer a Trentin, releer a Gramsci (y 4)
Nota.- El lector encontrará el texto al que se
refiere este comentario, la parte final de la conferencia de Bruno Trentin en
el Istituto Gramsci de Turín en noviembre de 1997, en http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/que-lectura-de-gramsci-hoy-4-y-5.html
Los dos últimos
parágrafos del texto de Trentin que estamos comentando, José Luis, van
dedicados el primero a la experiencia de los consejos de fábrica en la Turín de
1920, y el segundo a la cuestión de la hegemonía. Son dos análisis gramscianos
y al mismo tiempo conforman una propuesta política propia, audaz y heterodoxa.
Una propuesta que Trentin tiene, en el mismo momento en que imparte su
conferencia, escrita, ampliada, acabada y posiblemente en máquinas para su
publicación. Es La ciudad del trabajo.
Trentin no ahorra
descalificaciones a la construcción gramsciana de los consejos: “improvisada y
forzada”, “trufada de ideología”, “equivocada”, “ilusoria”. Señala incluso que probablemente
tenía razón Angelo Tasca «cuando se
preocupaba de reconstruir una estrecha relación entre la acción reivindicativa
concreta de los trabajadores y de sus sindicatos y la acción dirigida a
condicionar, a través del “control obrero”, el gobierno de la empresa,
prefigurando en los consejos de fábrica no tanto una estructura pública
separada, como la estructura de base de un nuevo tipo de sindicato.» Y convendrás
conmigo en que para dar la razón a Tasca contra Gramsci, siquiera sea en una
cuestión secundaria, en la sala de actos del mismísimo Istituto Gramsci, hace
falta cierta cantidad de cuajo. Aunque sea en retrospectiva y en ausencia de
datos fehacientes que lo confirmen, podemos suponer que su discurso levantó
unas cuantas ronchas entre los oyentes.
Pero toda esa profilaxis artillera sirve a un
objetivo concreto: reclamar la atención de todos sobre la «gran intuición» de
la que somos hoy deudores a Gramsci. A saber: «... identificar, a diferencia de Lenin y del socialismo maximalista,
el lugar del trabajo colectivo, el lugar de la producción de riqueza, el lugar
de la cooperación y del conflicto —que constituye ciertamente el embrión de
cualquier sociedad, si no de cualquier Estado— como el ineludible punto de
partida (y no como el punto de llegada) del cambio de la relación entre
gobernantes y gobernados en la sociedad civil.»
Y esta segunda afirmación sí ha levantado
ronchas monumentales en la piel de amigos, conocidos y saludados. Resulta que
el centro de trabajo se alza a la categoría de embrión de cualquier sociedad, y
debería serlo también del Estado (no de “cualquier Estado”, evidentemente).
Resulta que el trabajo, el trabajo concreto, la prestación de trabajo, tiene un
contenido público, político en el sentido primigenio de la palabra. Resulta que
la buena ordenación de la polis trae como exigencia prioritaria la instalación
de la democracia en el interior de los centros de trabajo, el crecimiento de la
esfera de autonomía de los asalariados y asalariadas en cuanto se relaciona con
su propia prestación, y la posibilidad cierta de una mayor libertad y
autorrealización en ese ámbito concreto de su vida. Y eso, sin esperar al
momento clave de la expropiación de los medios de producción, ni mucho menos al
de la conquista del Estado por parte de las fuerzas socialistas.
Esa democratización y publicitación del
trabajo da origen a un poder de nuevo tipo, delegado quizá por el conjunto de
los trabajadores, pero (atención) «de ningún modo delegado por un Estado
centralizador.» Porque el Estado soñado por la construcción consejista de
Gramsci tiene un carácter abiertamente distinto: «Se delinea, de hecho, una concepción del Estado basada en
un sistema de autonomías, no solo territoriales, y en la libre expresión de una
pluralidad de sujetos institucionales: el parlamento, el poder ejecutivo, los
consejos, los partidos, los sindicatos, las asociaciones.»
Quizás conviene ahora regresar al
inicio de la conferencia y volver a examinar la curiosa paradoja señalada por
Trentin: cómo dos grandes reformas sociales nacidas lejos del ámbito propio del
movimiento obrero, el fordismo-taylorismo y el Estado del bienestar, fueron
recibidas con entusiasmo por el pensamiento socialista y erigidas de inmediato,
mediante la interposición del Estado taumaturgo, en dos hitos fundamentales en
la marcha de la Historia hacia la sociedad sin clases.
He afirmado en otro momento que a
las izquierdas de hoy mismo les falta una teoría del trabajo y una teoría del
Estado. Las dos las tienen en préstamo y arriendo del enemigo de clase. Si
partimos de la idea de que el trabajo es una mercadería fungible y la
prestación del trabajo es en el mejor de los casos objeto de un contrato de carácter
privado entre dos partes a las que una ficción inverosímil supone iguales ante
la ley, estamos omitiendo toda posibilidad de autonomía y autorreflexión del trabajador
y la trabajadora de carne y hueso sobre su actividad, y con ello toda
posibilidad de redención de una función subalterna y heterodirigida.
Y si ensamblamos esta concepción demediada
y devaluada del trabajo humano en los mecanismos de actuación social de un
Estado benefactor, lo que estamos haciendo es delegar en la burocracia estatal
las formas y las cantidades de la compensación tarifada por una prestación
laboral ímproba, brutal en muchas ocasiones, y esclava. Podremos discutir, por
ejemplo, a la autoridad competente cuántas peonadas se requieren para que exista
derecho a un subsidio. Pero no habremos aproximado ni un milímetro, antes al
contrario, la distancia mayúscula existente entre gobernantes y gobernados.
Concluye Trentin su conferencia con
una alusión a la concepción de la hegemonía de Gramsci, lo más conocido, lo más
trillado del pensamiento del autor, lo que cada crítico o comentarista ha
interpretado sin empacho a su conveniencia. No son muchas las palabras que
dedica al tema, pero son rotundas. No puede hablarse de hegemonía en relación
con una elite legitimada por su comprensión superior de los procesos
históricos; por el contrario, la lucha por la hegemonía debe ir encaminada a la
«autonomía cultural» de toda una clase social que ha sido expropiada, no ya del
producto de su trabajo, sino además de sus saberes específicos, de su oficio y
de su personalidad misma.
Son cuestiones todas estas, José
Luis, que convendría discutir despacio y con tiento, y no entre los dos, que
nos arreglamos tan ricamente para hacerlo soslayando las calores del verano
sentados a la sombra en algún espacio más o menos abierto donde corra el aire y
haya un botijo a mano puesto a refrescar; sino en alguna plataforma de opinión amplia
y con intervención de personalidades de más peso y enjundia.
He dicho. Y añado de consuno con el
papa Francisco, Laus Deo. O sea, Lodato si’.