Anoche celebramos en
familia la victoria del “oji” en la terraza al aire libre de una taberna
próxima a la casa de mis hijos. Brindamos con cerveza y con rakí, un aguardiente local. Después
ellos fueron a Sintagma a participar en la fiesta autoconvocada espontáneamente
en la plaza simbólica, y Carmen y yo, agotados no de alma pero sí de cuerpo,
nos acostamos pronto porque hoy habíamos de madrugar para tomar el avión de
vuelta a Barcelona.
Durante el vuelo me
he solazado con el editorial de El País, titulado “Política de altura”. El País
nunca defrauda mis expectativas; es un medio tan volcado en su línea editorial al
respeto por los ricos y a la adoración del dinero, que ningún límite le parece
suficiente cuando se trata de entregarse al culto de su religión. Manejen con
cuidado la siguiente frase si no quieren abrasarse con el fuego de su
indignación: «Pero es importante no dejar
que el porvenir sea decidido por un grupo de demagogos en Atenas y otros
muchos, a izquierda y a derecha, que querrán sumárseles en los próximos días,
en varios países del continente.» ¡Vaya!
Veamos ahora
más despacio cómo han actuado los demagogos, y qué crédito merecen al
editorialista. Atención de nuevo, porque se está manejando potencia de alto
voltaje: «La mediocridad de esa consulta,
por la extraña pregunta, el corto plazo, el ambiente emocional y la gran
división ciudadana es evidente. Y es aún peor si se computa no ya el alborozo
de los radicales griegos, sino el deleznable apoyo del partido nazi Aurora
Dorada y el repugnante aplauso del antieuropeísmo ultra simbolizado en el
lepenismo: la victoria táctica de Tsipras y sus planteamientos
nacional-populistas suponen una triste jornada para el europeísmo.»
Si hemos de hablar todos con la misma
claridad, la jornada gloriosa para el europeísmo secundum El País debería haber sido la crucifixión solemne en el Gólgota
de ese cenizo Tsipras y de su patulea de publicanos y prostitutas, mientras en
el Templo del BCE se arrullaban los fariseos en sus reclinatorios con los
discursos de condena entonados por Jean-Marie Colombani, Martin Schultz, François
Hollande o Matteo Renzi, por no hablar ya de la secta hermanada de los levitas,
que les acompañan y secundan en el mismo cometido.
Ni la pregunta fue extraña, ni el plazo corto
para lo que importaba, ni apoyó en nada el partido nazi Aurora Dorada. No he
conseguido ver ni un solo cartel, ni he sabido de ningún acto de campaña en el
que participara; puede ser cosa mía, pero tampoco los enviados especiales de la
prensa y la televisión erspañola detectaron nada parecido en los días que
pasaron en Atenas cumpliendo de forma exhaustiva sus deberes informativos. Un
grupo de encapuchados intentó irrumpir el viernes en la concentración del No, y
fue amablemente disuadido de hacerlo por el servicio de orden. Sea ello lo que
fuere, es todo lo que ha habido.
En cuanto al lepenismo, convengamos todos en
que mantuvo achantada la mú hasta después de conocer el resultado de las urnas.
Su aplauso será repugnante, pero es meramente anecdótico. Si los voceros del statu
quo no se sienten descalificados ellos mismos por las alharacas con que celebran
sus argumentos los habituales de la caverna mediática en este pleito, ¿por qué
han de arrugar la nariz si doña Marine Le Pen apunta en la dirección contraria?
El triunfo del referéndum no es de los
antieuropeístas sino de los del Sí Se Puede. La derrota no es tampoco del
europeísmo, sino de una forma monodireccional y unidimensional de concebir
Europa. Y puesto que la intención de los fariseos es la de ahogar de raíz no ya
toda disidencia, sino también toda discrepancia, habremos de convenir que no
son antieuropeístas, pero sí antidemócratas convictos.