Quizá con el objeto
de ir calentando el ambiente para los comicios que asoman a la vuelta de la
esquina del verano, nuestros siempre dilectos líderes se están dejando arrastrar
por la moda del catastrofismo y, revestidos del manto del profeta, nos auguran
calamidades sin cuento en el caso de que no fueren suficientemente votados.
Ciertos visos de
originalidad tiene la última ocurrencia de Mariano
Rajoy, por más que se trata de una originalidad importada, de orden
estrictamente coyuntural y algo traída por los pelos. En lugar del clásico “o
nosotros o el caos”, ahora ha introducido la siguiente variante: «O nosotros, o
el corralito griego.» Una muestra más del minimalismo del presidente. En la
última crisis de gobierno, cambió a un solo ministro; en su último mensaje
apocalíptico, siempre consecuente consigo mismo, cambia solo un matiz.
Después está Artur Mas, que reclama el voto para su lista no ya con
el argumento de que por esa vía se alcanzarán las bondades sin cuento de la
independencia, sino «para que Cataluña no entre en vía muerta.»
Sorpresa general. Teníamos
entendido que ya estábamos en vía muerta, y no desde ayer o anteayer, sino nada
menos que desde el 11 de septiembre de 1714. Eso es lo que se nos había publicitado
en todos los tonos, con acompañamiento de un memorial de agravios secular, extenso
y bien nutrido. ¿No resulta entonces una estupenda novedad el hecho de que aún no estemos en la temida vía muerta,
después de tanta sevicia? Se trata de una rectificación importante, de una
reconsideración global de toda la historia de los últimos tres siglos, que
introduce nuevas perspectivas del todo imprevisibles.
En todo caso,
convendrá que el president precise en
qué va a consistir exactamente esa “vía muerta” en la que corremos el riesgo de
entrar si nos equivocamos y votamos a otra lista. Igual, puesto todo en negro
sobre blanco, no habría para tanto. Ni Madrid ni Cataluña son fuerzas
monolíticas y dadas para siempre. Quizás el peligro del que Mas alerta no sea
la ruptura de un diálogo hoy inexistente, sino precisamente la posibilidad de
reanudar un diálogo más fluido. El «Ahora o nunca» se tiñe entonces de un nuevo
matiz.
Y finalmente, Pablo Iglesias nos convoca a una segunda transición
democrática. También aquí hay apocalipsis como trasfondo, pero en su variante
Armagedón: va a ser la lucha final de los justos contra los malvados.
La transición que predica
Iglesias está ya en marcha. Arrancó en las plazas el 15 de mayo de 2011 y deberá
acabar de concretarse, cómo no, en las próximas elecciones, mediante una
aceleración de los tiempos de maduración de la que existen ya precedentes
históricos bien conocidos (la Revolución francesa, por ejemplo. Puestos a
comparar, ¿por qué tirar por lo bajo?) Así pues, se abrirá un nuevo proceso
constituyente, y la ciudadanía tendrá la última palabra acerca de todo.
Es en la concreción
de ese “todo” donde aparecen lagunas en la exposición de Iglesias publicada en
una “tribuna” en El País de ayer. Se condenan genéricamente el comportamiento
de las élites y el desgaste sufrido por las instituciones, pero atención, se
salva de la quema generalizada a tres instituciones únicamente: las fuerzas
armadas, la monarquía y el PNV (de este último se afirma que espera seguramente
su momento, sin aclarar más el sentido de un apunte tan críptico). Y a renglón
seguido de afirmar que Grecia no es España, alejando así con firmeza el
fantasma del corralito, se declara literalmente que nuestro país cuenta «con unas instituciones públicas capaces de disciplinar a
nuestras oligarquías corruptas, improductivas y defraudadoras simplemente
haciendo cumplir la ley.»
O Pablo no se ha explicado bien, o yo no lo
he entendido. Puestos a no cambiar ni las fuerzas armadas ni la monarquía, y si
disponemos de unas instituciones capaces de arreglar los desaguisados actuales
«simplemente haciendo cumplir la ley», ¿para qué vamos a embarcarnos en una
segunda transición, y en qué dirección concreta?