Releer a Trentin, releer a Gramsci (3)
Nota.- El lector encontrará el texto de Bruno
Trentin al que hace referencia el siguiente comentario en http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/que-lectura-de-gramsci-hoy.html.
Quien lea en
diagonal y desde la presuposición del “esto ya lo sabía” el texto que estamos
comentando, querido José Luis, correrá el peligro de perderse, entre los
vericuetos de una prosa compleja y trabada, un puñado de sorpresas estupendas para
lo que se viene acuñando como moneda usual de cambio en la ceca del pensamiento
político.
Enumero algunas de
ellas, sin ánimo de ser exhaustivo. La primera: la Historia (no hay más remedio
que escribirlo con mayúsculas) no tiene curso, no es ese río largo y anchuroso
que desde su nacedero avanza implacable hacia el mar del destino. Tal cosa como
cambiar el curso de la historia es una frase vacía: todas las mañanas con el
café con leche del desayuno la historia vuelve a reinventarse. A reinventarse
desde unos condicionamientos globales muy poderosos, y según unas fuerzas
contrastantes muy asentadas, lo cual nos lleva a equivocarnos y pensar que el
mañana desconocido va a ser un calco conforme del ayer que sí conocemos.
Probablemente será así; pero no está escrito.
La segunda sorpresa
es que todas las historias posibles nacen, crecen, se multiplican y mueren en el
seno de la sociedad civil. Ya escribió Gramsci que la sociedad es el teatro de
todas las historias; no el Estado, como parecen pensar muchos, para quienes
transformar la Historia equivale a transformar el Estado.
De ahí ese error
peculiar y muy repetido en la historia del movimiento obrero (también en
Gramsci), consistente en inmovilizar las fuerzas sociales, hacerles retener el
aliento, posponer sus prioridades inmediatas, e imponerles el sacrificio de sus
expectativas de libertad y de realización con el fin de acumular fuerzas para
el gran asalto al Estado.
Solo que,
parafraseando la famosa frase de Clausewitz sobre la guerra, el Estado no es en
realidad más que la continuación de la sociedad civil por otros medios.
Considerar dos realidades separadas y autónomas a la sociedad y al Estado es
una fuente continua de equívocos y de pequeñas o grandes catástrofes.
Trentin señala
algunas de esas catástrofes: cuando falta en la política el meollo
insustituible de un proyecto enraizado en la sociedad civil y protagonizado desde
ella, por un lado aparece la «antipolítica», en la forma de populismos o de
fascismos; por otro lado, la democracia se anquilosa y se da un «dominio sin
consenso» en el que las burocracias estatales originan rupturas y
compartimentan los grupos sociales en un proceso de inclusión/exclusión para el
que ellas mismas se ofrecen como mediadoras insustituibles. Me ahorro dar
ejemplos, algunos muy próximos y clamorosos, de las dos situaciones.
Otra idea sorprendente de Trentin (tomada de Gramsci) viene a
chocar frontalmente con un prejuicio tan arraigado que ha devenido en lugar común. Trentin afirma, contra las enseñanzas de todos los doctores de la ley y los profetas, que la política nace en los centros de trabajo, y que muchos
conflictos entre empleadores/propietarios de un lado y trabajadores
heterodirigidos de otro, deben leerse en clave de lucha por el poder. Pero de un poder
difuso, que no tiene residencia estable ni relación directa con la “gran”
política del Estado; que no se reclama ni se ejerce para cambiar estructuras o
relaciones de fuerzas, sino para conseguir mejoras tangibles, pequeños
progresos en la forma de producir o en las condiciones externas e internas (psicológicas)
en las que tiene lugar el proceso productivo, o bien otras reivindicaciones aun,
relativas a la «calidad» del trabajo, y no a su cantidad o a su remuneración. El
control sobre las propias tareas, la capacidad de decisión (aun limitada) y la
pequeña cuota de autorrealización y de libertad acrecida que ella implica,
«empoderan» a los trabajadores y trabajadoras y poseen por esa razón, en sí
mismos, un significado político.
Difícil de concretar. En contra de ese
significado se levantan de un lado los defensores de la “primacía de lo
político”, para los que esas cuestiones son marginales al objetivo último de
alcanzar el Poder con mayúscula, y por consiguiente despreciables; y de otro
lado, están quienes por defender la “primacía de lo social” consideran inapropiado
extender una acción reivindicativa “apolítica” desde el campo laboral al de la política
partidaria.
Pero, ¿por qué reducir el campo de lo
“político” al entramado de mediaciones, conexiones e intereses que caracteriza
la acción de los partidos políticos? Inevitablemente volvemos a lo mismo: a la política
como esfera separada de la sociedad, a la sociedad como barbecho que ha de ser
sembrado por la clase política para poder rendir frutos reconocibles. Y no tiene
por qué ser así. Si la sociedad civil es el teatro de todas las historias, es además
la fuente primigenia del poder de los ciudadanos.
Propone Trentin que volvamos a establecer una
relación dialéctica fluida entre sociedad civil y Estado, allá donde se abre
ahora un foso separador protegido por alambradas y concertinas. Esa sería la
primera labor a realizar dentro de un proyecto político plural de progreso.
Puede que los partidos políticos existentes aquí y ahora no lo estimen así.
Pero como se acaba de explicar, la política impulsada desde la sociedad civil incluye
otras vías, plataformas distintas, que no corresponden estrictamente al ámbito
de los partidos.