lunes, 13 de julio de 2015

EL TEATRO DE TODAS LAS HISTORIAS


Releer a Trentin, releer a Gramsci (3)

Nota.- El lector encontrará el texto de Bruno Trentin al que hace referencia el siguiente comentario en http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/que-lectura-de-gramsci-hoy.html.

 

Quien lea en diagonal y desde la presuposición del “esto ya lo sabía” el texto que estamos comentando, querido José Luis, correrá el peligro de perderse, entre los vericuetos de una prosa compleja y trabada, un puñado de sorpresas estupendas para lo que se viene acuñando como moneda usual de cambio en la ceca del pensamiento político.
Enumero algunas de ellas, sin ánimo de ser exhaustivo. La primera: la Historia (no hay más remedio que escribirlo con mayúsculas) no tiene curso, no es ese río largo y anchuroso que desde su nacedero avanza implacable hacia el mar del destino. Tal cosa como cambiar el curso de la historia es una frase vacía: todas las mañanas con el café con leche del desayuno la historia vuelve a reinventarse. A reinventarse desde unos condicionamientos globales muy poderosos, y según unas fuerzas contrastantes muy asentadas, lo cual nos lleva a equivocarnos y pensar que el mañana desconocido va a ser un calco conforme del ayer que sí conocemos. Probablemente será así; pero no está escrito.
La segunda sorpresa es que todas las historias posibles nacen, crecen, se multiplican y mueren en el seno de la sociedad civil. Ya escribió Gramsci que la sociedad es el teatro de todas las historias; no el Estado, como parecen pensar muchos, para quienes transformar la Historia equivale a transformar el Estado.
De ahí ese error peculiar y muy repetido en la historia del movimiento obrero (también en Gramsci), consistente en inmovilizar las fuerzas sociales, hacerles retener el aliento, posponer sus prioridades inmediatas, e imponerles el sacrificio de sus expectativas de libertad y de realización con el fin de acumular fuerzas para el gran asalto al Estado.
Solo que, parafraseando la famosa frase de Clausewitz sobre la guerra, el Estado no es en realidad más que la continuación de la sociedad civil por otros medios. Considerar dos realidades separadas y autónomas a la sociedad y al Estado es una fuente continua de equívocos y de pequeñas o grandes catástrofes.
Trentin señala algunas de esas catástrofes: cuando falta en la política el meollo insustituible de un proyecto enraizado en la sociedad civil y protagonizado desde ella, por un lado aparece la «antipolítica», en la forma de populismos o de fascismos; por otro lado, la democracia se anquilosa y se da un «dominio sin consenso» en el que las burocracias estatales originan rupturas y compartimentan los grupos sociales en un proceso de inclusión/exclusión para el que ellas mismas se ofrecen como mediadoras insustituibles. Me ahorro dar ejemplos, algunos muy próximos y clamorosos, de las dos situaciones.
Otra idea sorprendente de Trentin (tomada de Gramsci) viene a chocar frontalmente con un prejuicio tan arraigado que ha devenido en lugar común. Trentin afirma, contra las enseñanzas de todos los doctores de la ley y los profetas, que la política nace en los centros de trabajo, y que muchos conflictos entre empleadores/propietarios de un lado y trabajadores heterodirigidos de otro, deben leerse en clave de lucha por el poder. Pero de un poder difuso, que no tiene residencia estable ni relación directa con la “gran” política del Estado; que no se reclama ni se ejerce para cambiar estructuras o relaciones de fuerzas, sino para conseguir mejoras tangibles, pequeños progresos en la forma de producir o en las condiciones externas e internas (psicológicas) en las que tiene lugar el proceso productivo, o bien otras reivindicaciones aun, relativas a la «calidad» del trabajo, y no a su cantidad o a su remuneración. El control sobre las propias tareas, la capacidad de decisión (aun limitada) y la pequeña cuota de autorrealización y de libertad acrecida que ella implica, «empoderan» a los trabajadores y trabajadoras y poseen por esa razón, en sí mismos, un significado político.
Difícil de concretar. En contra de ese significado se levantan de un lado los defensores de la “primacía de lo político”, para los que esas cuestiones son marginales al objetivo último de alcanzar el Poder con mayúscula, y por consiguiente despreciables; y de otro lado, están quienes por defender la “primacía de lo social” consideran inapropiado extender una acción reivindicativa “apolítica” desde el campo laboral al de la política partidaria.
Pero, ¿por qué reducir el campo de lo “político” al entramado de mediaciones, conexiones e intereses que caracteriza la acción de los partidos políticos? Inevitablemente volvemos a lo mismo: a la política como esfera separada de la sociedad, a la sociedad como barbecho que ha de ser sembrado por la clase política para poder rendir frutos reconocibles. Y no tiene por qué ser así. Si la sociedad civil es el teatro de todas las historias, es además la fuente primigenia del poder de los ciudadanos.
Propone Trentin que volvamos a establecer una relación dialéctica fluida entre sociedad civil y Estado, allá donde se abre ahora un foso separador protegido por alambradas y concertinas. Esa sería la primera labor a realizar dentro de un proyecto político plural de progreso. Puede que los partidos políticos existentes aquí y ahora no lo estimen así. Pero como se acaba de explicar, la política impulsada desde la sociedad civil incluye otras vías, plataformas distintas, que no corresponden estrictamente al ámbito de los partidos.