Sobresaltos de un chivo expiatorio (1)
Hace un calor de los que en tiempos – antes de las performances de los últimos ministros del ramo – solíamos llamar “de justicia”; ahora tal vez deberíamos denominarlo “de inquisición”. He decidido dejar de comentar avatares políticos, porque solo me falta añadir disgustos a la sofoquina. Cierro mi blog hasta las calendas de septiembre, y no se hable más.
Hace un calor de los que en tiempos – antes de las performances de los últimos ministros del ramo – solíamos llamar “de justicia”; ahora tal vez deberíamos denominarlo “de inquisición”. He decidido dejar de comentar avatares políticos, porque solo me falta añadir disgustos a la sofoquina. Cierro mi blog hasta las calendas de septiembre, y no se hable más.
Me pongo el
bañador, tomo una toalla y una bolsita hermética, y bajo en chancletas a la
playa. Deposito la toalla sobre la arena, en un hueco detrás de las dos
primeras filas prietas de sombrillas. Guardo en la bolsa el reloj, las gafas y
los audífonos, y me zambullo en el agua límpida, de tenue colorido azulado,
como el nadador baudeleriano “que se extasía en la onda” (para los ansiosos de
erudición, el original francés reza así: “et
comme un bon nageur qui se pâme dans l’onde”; pueden encontrarlo en la
composición Elévation, incluida en Les fleurs du mal).
Me alejo de la
orilla con enérgicas brazadas para evitar la línea peligrosa de niños provistos
de flotadores, tablas, barcas de plástico y remos enarbolados en todas
direcciones. Más allá, descanso flotando boca arriba y entro en el reino de la
claridad sin límite, el spleen y el ideal preconizados por el mismo don Charles
Baudelaire.
De pronto despierto
a la realidad; dos hombres rana nadan a mi lado, y uno de ellos se está dirigiendo
a mí:
– Oiga, oiga. ¿Es
usted Paco Rodríguez de Egea?
– De Lecea –
contesto.
– Ya empezamos –
refunfuña su compañero –. Si hay algo que no soporto son los enteraos.
– Mire – insiste el
primero –, tiene que acompañarnos.
– ¿Cómo? ¿Por qué?
¿Adónde?
Hace un gesto vago
con la cabeza enmascarada tras la capucha de neopreno y las gafas de buceo:
– Hay un submarino
ahí al lado.
– No pretenderán… –
empiezo a decir, y entonces el segundo hombre rana me golpea en la cabeza con
un instrumento contundente. Antes de desvanecerme con elegancia, alcanzo aún a
oírle refunfuñar:
– Nos ha jodío el
enterao.
Despierto en lo que
todos los indicios me dicen que se trata del interior de un submarino. Hay varios
tableros con luces parpadeantes de distintos colores. Apoyado en la base de un
periscopio me mira un hombre de uniforme impecable, con gorra de oficial. Tiene
un extraño parecido a Cary Grant en “Destino Tokyo”. Fuma en pipa. Me dirige
una sonrisa pícara y un guiño, y confirmo que, en efecto, se trata de Cary
Grant. Se ríe cuando le hago la pregunta tópica: “¿Cómo he llegado hasta aquí?”
– Se lo explicaré
con sumo gusto, pero ahora no tenemos tiempo. Se ha producido una crisis
internacional de muchos bemoles. El Eurogrupo está reunido de urgencia, en modo
videoconferencia. Vamos a entrar online dentro de siete minutos.
– Oiga, ¿qué pinto
yo aquí? – pregunto.
– Se lo explicaré
con sumo gusto, etc. – repite él sin alterarse hasta concluir con lo de “… dentro
de siete minutos”. Luego se quita la pipa de la boca, y añade:
– Han robado las
joyas de Lagarde.
– Qué me dice.
– Lo que oye.
– ¿Saben quién ha
sido el ladrón? ¿Tienen una lista de sospechosos?
Da una chupada a su
pipa. La pipa no está cargada, solo la lleva en la boca por estética. Responde
con calma:
– Ha sido
Varoufakis.
– Escuche, si
piensa…
Acalla mis
protestas con un voleo de la pipa, y me explica:
– Era la última
cláusula secreta del acuerdo griego. Lagarde tenía el capricho de darse un
revolcón con el ex ministro de Finanzas. O revolcón o Grexit. Tsipras firmó y
Varoufakis entró en la alcoba de la leona. A saber cómo fueron los cosas allá
dentro; lo sustancial es que ella se quedó transida y él aprovechó la ocasión
para hacerse humo con el joyero Louis Vuitton que estaba encima de la mesita de
noche. Repleto hasta los bordes. La señora tiene gustos caros.
– Será fácil
conseguir que lo devuelva – opino.
– Ya está devuelto.
– Entonces, ¿cuál
es el problema?
– El problema es la
explicación oficial. La historia no es de las que se pueden ir contando por
ahí. Imagínese qué bocado para la prensa internacional. Era necesario poner en
marcha un plan B.
– ¿Y?
– Hacía falta un
chivo expiatorio. Merkel fue taxativa: el chivo tenía que ser portugués,
irlandés, italiano o español. La Interpol examinó setenta mil fichas de
viajeros de los países clave en las fechas calientes. Usted era la mejor
opción. Español…
– Catalán – le interrumpo.
– Si hay algo que
no soporto son los enteraos – refunfuña un miembro de la tripulación. Reconozco,
ahora sin careta, al segundo hombre rana. Cary Grant no hace caso de mi
objeción.
– … y estaba
presente en Atenas el día de autos.
– Regresé a Barcelona
el día antes – objeto.
– Se ha hecho una
pequeña modificación en los listados informatizados de pasajeros que obran en
poder de la compañía. Ahora atento, es la hora. La señorita aquí presente va a
maquillarle, y entrará en directo en la videoconferencia del Eurogrupo en… –
consulta su cronómetro – un minuto y cuarenta y tres segundos. Confiéselo todo
y prometa que no lo volverá a hacer. Si actúa de modo convincente, no le pasará
nada. Si algo sale mal, le meteremos en un tubo lanzatorpedos y le dispararemos
contra los acantilados de la isla de Navarone. Sin rencor, no es nada personal.
Usted decide.
Lo hago bien. Sin
modestia, soy el chivo expiatorio perfecto. Cuando acaba la sesión, Christine
Lagarde pide a Cary Grant hablar unos segundos en privado conmigo.
– Qué estáis
mirando, pasmarotes – ahuyenta Cary a la concurrencia, y todos, él incluido, me
dejan a solas delante de la pantalla grande. Christine no pierde el tiempo.
– No segá ultime
ves que nesesitamos un bouc expiatoire, mon cher Pacó. Laisse-moi ta diguecsión
electgonique y el telefón.
Se los doy y ella
se despide con un coqueto “O guevuag…”
Una Zodiac me deja
en unos instantes cerca de la orilla de la playa. Vuelvo dando algunas brazadas
perezosas. Mi toalla, mis chancletas y la bolsa con las gafas, el reloj y los
audífonos siguen sobre la arena. Suenan las campanadas de las dos en el reloj
de la iglesia. Hora de almorzar.