Puestos a componer
una semblanza artística de E.L. Doctorow, que acaba de morir en Nueva York a
los 84 años de edad, los críticos lo declaran un autor inclasificable. Es un
honor dudoso en los tiempos que corren, pero ciertamente Doctorow lo asumió con
soltura. Es muy probable que la segunda obra que se lea de él tenga muy poco
que ver, temática y estilísticamente, con la anterior. Si se leen suficientes,
acaba por percibirse un designio: el de contar la historia de la ciudad de
Nueva York, ampliable en algunos casos a la de Estados Unidos en su conjunto, no
solo a partir de los acontecimientos que definieron una época, sino además
desde los estilemas adecuados a esa época en particular, y a menudo desde un
enfoque gran angular que da cabida a una multitud bulliciosa de personajes.
Ese método se
resume maravillosamente en Ragtime (1975,
versión española de Muchnik Editores 1996, trad. de María José Rodellar), precisamente
la novela a través de la cual entré yo en contacto con el mundo de Doctorow.
Empieza con la construcción de una casa en Broadview Avenue, New Rochelle,
Nueva York. Habitan en ella el Padre, la Madre, el Niño, el Hermano Menor de la
Madre. Era la época, se nos dice, en que Teddy Roosevelt ocupaba la presidencia
y Winslow Homer pintaba sus marinas de la costa oriental. El Hermano Menor está
enamorado de Evelyn, una joven cuyo marido millonario ha matado a tiros al
amante anterior de ella, el arquitecto Stanford White, autor del Madison Square
Garden. Un día cualquiera tiene una avería frente a la casa el automóvil de
Harry Houdini. Mientras el chófer lo repara, invitan a entrar al mago al salón,
y la Madre le ofrece una limonada. El Padre cuenta al visitante que en pocos
días va a partir a una expedición al polo Norte acompañando a Peary. Houdini se
asombra; eso sí tiene mérito, dice, y no sus evasiones trucadas.
El barco de Peary
se llama Roosevelt, en homenaje al
presidente. Al poco de desatracar del muelle en el East River se cruza con un
trasatlántico que llega repleto de inmigrantes italianos. La cubierta está abarrotada
de varones tocados con sombrero hongo y mujeres con grandes pañolones, que
miran con fascinación muda el paso de la expedición polar. A su llegada a
puerto esperan a los inmigrantes el encierro profiláctico en Ellis Island, la
prepotencia de los funcionarios, el desprecio de los neoyorquinos y la vida
insalubre hacinados sin aire y sin luz en los tenements, donde hombres y mujeres, y sobre todo ancianos y
chiquillos, morirán como moscas.
Comparecen luego en
la novela Sigmund Freud, convencido de que América es un error; el propietario
de minas que paga a sus trabajadores un dólar con sesenta si consiguen extraer
tres toneladas al día y que declara que los sindicatos son una afrenta a Dios,
o la anarquista y feminista Emma Goldman, cuyas conferencias libertarias son
interrumpidas sin excepción por cargas policiales (en una ocasión la policía
interviene porque en lugar de abordar el tema del teatro, como había prometido,
se ha puesto a hablar de Ibsen).
Y la narración
prosigue, siempre punteando nuevos temas y nuevas combinaciones, entrelazando
historias y personajes al ritmo sincopado del ragtime. Un ritmo que nunca cede y tampoco se acelera, según la
cita de Scott Joplin que encabeza el libro: «No toquen esta pieza deprisa. El ragtime nunca debe tocarse deprisa.»
Raymond Carver
intentó algo parecido, el entrecruzamiento en la gran ciudad de muchas vidas
anónimas; pero las vidas que retrata Doctorow en instantáneas inolvidables son
todo menos anónimas. Hay, por ejemplo, una invitación a almorzar del magnate
John Pierpont Morgan al industrial Henry Ford, en su palacete de mármol blanco
y estilo veneciano de Madison Avenue. Ambos se admiran mutuamente y se
consideran las dos inteligencias más destacadas de América. Morgan muestra a su
invitado su inmensa biblioteca, los incunables, los libros secretos de los
Rosacruz, los pergaminos antiguos de siglos; y le propone un viaje de los dos a
Egipto, donde considera que se halla la cuna de toda la sabiduría. Ford le
contesta que en cuanto a libros, él ya tiene todo lo que necesita: un opúsculo
que compró por 25 centavos en un puesto callejero, titulado La eterna sabiduría de un faquir oriental.
Y explica: «En lo único que creo es en la reencarnación, señor Morgan. De este
modo explico mi talento: algunos de nosotros hemos vivido más veces que los
demás.»
Tuve ocasión de ver
la película que hizo Milos Forman sobre la novela de Doctorow: es magnífica,
pero apenas aborda la quinta o la sexta parte de lo que se cuenta en el libro.
Tampoco Billy Bathgate, de Robert
Benton, consiguió exprimir todas las posibilidades de la novela de la que
procedía. Los intérpretes eran inmejorables y el guión consistente, pero solo
era una buena película de gangsters. Es el problema de siempre entre el cine y
la literatura: son dos artes distintas, y la excelencia en una de ellas se
esfuma al pasar a la otra. Puede recomponerse algo parecido, y Forman lo hizo; pero
nunca es lo mismo.