miércoles, 8 de julio de 2015

CONSTITUCIÓN, PARA QUÉ


El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha dado el simbólico pistoletazo de salida a la cuestión pendiente de la reforma constitucional con el nombramiento de una “comisión de sabios” compuesta por 14 juristas de méritos reconocidos que prepararán la propuesta concreta de cambios en el articulado de nuestra ley suprema que el partido llevará a su programa electoral.
Es una buena noticia, mejorada en mi caso particular porque tengo un conocimiento de primera mano del paño que se va a utilizar. Conozco a dos de los “sabios”: al uno poco, de tiempos de veraneos juveniles, y al otro mucho, por vínculos familiares y afectivos de largo tiempo. Pongo la mano en el fuego, sin problema, por los dos. Y el conocerles bien me ayuda a confiar, por extensión, en la idoneidad del resto de nombres, a los que no conozco en persona pero sí por su prestigio.
Sin embargo, la cuestión de la reforma no queda solventada en mi caso por ese voto amplio de confianza. Estoy razonablemente seguro de que los convocados harán bien su trabajo, pero tengo mis dudas acerca de cuál deba ser (o cuál conviene que sea) ese trabajo. Es decir, para qué, y en qué sentido, y mediante qué procedimientos y mecanismos participativos, se va a llevar a efecto la urgente e inexcusable puesta al día de nuestra vieja dama.
Hablando en plata, si se va a procurar asentar mejor los pilares de la convivencia, o por el contrario todo el esfuerzo va a dedicarse a cuestiones superestructurales. Si se va a inyectar algo de democracia en las relaciones laborales, o este tema va a seguir librado a la iniciativa exclusiva de patronos y emprendedores. Si van a predominar las consideraciones macroeconómicas, o se va a insistir en el crecimiento de los derechos de los ciudadanos.
Bruno Trentin, en una conferencia que hemos empezado a comentar en estas mismas páginas, señalaba una paradoja lacerante en el comportamiento “ante todo” (atención al adverbio) de la cultura socialista (en bloque, llámese a sí misma reformista o revolucionaria). Recojo las palabras exactas de Trentin: «… una revolución social y cultural madurada por “intelectuales del capital” en el corazón de la sociedad civil (“desde abajo” se decía entonces), como fue el taylorismo, vino a marcar el tránsito, ante todo en la cultura del movimiento socialista, hacia un redescubrimiento del papel taumatúrgico del Estado, como fuente de legitimación de la organización de la sociedad, y como “motor” de la historia. Y, finalmente, el tránsito al redescubrimiento de la “política en el Estado”, como momento creador de la misma sociedad civil.» (Las cursivas son del autor.)
Curiosamente, en efecto, es una idea “de izquierda” (de la “nueva” izquierda) considerar al Estado como fuente legitimadora de la organización social, y no a la inversa, de modo que sea la organización social (la sociedad civil) la que legitime al Estado que la representa según el funcionamiento correcto de unas instituciones basadas en una democracia no ya directa, sino mediata.
Y siguiendo ese sueño de la razón progresista que concibe al Estado como “motor” de la historia, viene a cuento la última y más enigmática frase de la cita de Trentin. El Estado se convierte, en esta concepción paradójica, en el “creador” y el legitimador de la sociedad civil. ¿Qué quiere decirse con esa expresión, que suena chocante? Que las asociaciones impulsadas desde la sociedad solo son consideradas válidas y reconocibles en tanto que inscritas en los registros pertinentes; que las situaciones de hecho, infinitamente variables y contradictorias, solo surten efectos jurídicos en la medida en que superan los filtros establecidos por la burocracia estatal; y que incluso el empleo pasa de ser un hecho “natural” de trascendencia económica, a una situación regulada y estandarizada “desde arriba”, con efectos meramente administrativos. Es así el Estado omnipresente, el Estado providente, el Estado taumaturgo, el que crea la realidad social, y no la realidad social la que conforma el Estado.
Sería deseable que ese tipo de aberración por inversión lógica no apareciese también en el debate en torno a los cambios constitucionales que ahora se emprende. De alguna forma podríamos llegar a convencernos de que el déficit de democracia se resuelve con el establecimiento obligatorio de elecciones primarias; de que el problema de la corrupción desaparece con la dimisión forzada de los imputados, o de que la llaga abierta de la desigualdad de género se cura con el apósito de las cuotas de representación.