El secretario
general del PSOE, Pedro Sánchez, ha dado el
simbólico pistoletazo de salida a la cuestión pendiente de la reforma
constitucional con el nombramiento de una “comisión de sabios” compuesta por 14
juristas de méritos reconocidos que prepararán la propuesta concreta de cambios
en el articulado de nuestra ley suprema que el partido llevará a su programa
electoral.
Es una buena
noticia, mejorada en mi caso particular porque tengo un conocimiento de primera
mano del paño que se va a utilizar. Conozco a dos de los “sabios”: al uno poco,
de tiempos de veraneos juveniles, y al otro mucho, por vínculos familiares y
afectivos de largo tiempo. Pongo la mano en el fuego, sin problema, por los
dos. Y el conocerles bien me ayuda a confiar, por extensión, en la idoneidad
del resto de nombres, a los que no conozco en persona pero sí por su prestigio.
Sin embargo, la
cuestión de la reforma no queda solventada en mi caso por ese voto amplio de
confianza. Estoy razonablemente seguro de que los convocados harán bien su
trabajo, pero tengo mis dudas acerca de cuál deba ser (o cuál conviene que sea)
ese trabajo. Es decir, para qué, y en qué sentido, y mediante qué
procedimientos y mecanismos participativos, se va a llevar a efecto la urgente
e inexcusable puesta al día de nuestra vieja dama.
Hablando en plata,
si se va a procurar asentar mejor los pilares de la convivencia, o por el
contrario todo el esfuerzo va a dedicarse a cuestiones superestructurales. Si
se va a inyectar algo de democracia en las relaciones laborales, o este tema va
a seguir librado a la iniciativa exclusiva de patronos y emprendedores. Si van
a predominar las consideraciones macroeconómicas, o se va a insistir en el
crecimiento de los derechos de los ciudadanos.
Bruno
Trentin, en una conferencia
que hemos empezado a comentar en estas mismas páginas, señalaba una paradoja
lacerante en el comportamiento “ante todo” (atención al adverbio) de la cultura
socialista (en bloque, llámese a sí misma reformista o revolucionaria). Recojo las
palabras exactas de Trentin: «… una
revolución social y cultural madurada por “intelectuales del capital” en el
corazón de la sociedad civil (“desde abajo” se decía entonces), como fue el
taylorismo, vino a marcar el tránsito, ante
todo en la cultura del movimiento socialista, hacia un redescubrimiento del
papel taumatúrgico del Estado, como fuente de legitimación de la organización
de la sociedad, y como “motor” de la historia. Y, finalmente, el tránsito al
redescubrimiento de la “política en el
Estado”, como momento creador de la
misma sociedad civil.» (Las cursivas son del autor.)
Curiosamente, en efecto, es una idea
“de izquierda” (de la “nueva” izquierda) considerar al Estado como fuente legitimadora
de la organización social, y no a la inversa, de modo que sea la organización
social (la sociedad civil) la que legitime al Estado que la representa según el
funcionamiento correcto de unas instituciones basadas en una democracia no ya
directa, sino mediata.
Y siguiendo ese sueño de la razón
progresista que concibe al Estado como “motor” de la historia, viene a cuento
la última y más enigmática frase de la cita de Trentin. El Estado se convierte,
en esta concepción paradójica, en el “creador” y el legitimador de la sociedad
civil. ¿Qué quiere decirse con esa expresión, que suena chocante? Que las asociaciones
impulsadas desde la sociedad solo son consideradas válidas y reconocibles en
tanto que inscritas en los registros pertinentes; que las situaciones de hecho,
infinitamente variables y contradictorias, solo surten efectos jurídicos en la
medida en que superan los filtros establecidos por la burocracia estatal; y que
incluso el empleo pasa de ser un hecho “natural” de trascendencia económica, a
una situación regulada y estandarizada “desde arriba”, con efectos meramente
administrativos. Es así el Estado omnipresente, el Estado providente, el Estado
taumaturgo, el que crea la realidad social, y no la realidad social la que
conforma el Estado.
Sería deseable que ese tipo de aberración
por inversión lógica no apareciese también en el debate en torno a los cambios
constitucionales que ahora se emprende. De alguna forma podríamos llegar a
convencernos de que el déficit de democracia se resuelve con el establecimiento
obligatorio de elecciones primarias; de que el problema de la corrupción desaparece
con la dimisión forzada de los imputados, o de que la llaga abierta de la desigualdad
de género se cura con el apósito de las cuotas de representación.