miércoles, 29 de julio de 2015

DURA LEX


Sobresaltos de un chivo expiatorio (y 7)

De nuevo estamos frente a frente Angela Merkel y yo, separados tan solo por las interfaces de dos pantallas de plasma, o de lo que sea con que se hacen las pantallas ahora.
– Usted mucho me ha decepcionado, herr Gottráiguetz – suspira Angela. Ha extremado el cuidado en los detalles de su presentación. Lleva una de sus chaquetillas de colores características (verde pistacho), cruzada desde el hombro izquierdo hasta la cintura por una banda color fucsia. En la pechera se ha colgado algunas medallas. Está sentada ante el escritorio de su despacho oficial, presidido por una gran bandera alemana. A través de un ventanal, al fondo, se divisan los árboles de un parque.
Los prolegómenos de la entrevista han sido laboriosos. En primer lugar el mar estaba algo picado esta mañana, y el ejercicio de natación ha sido agotador. Después, el encargado de recogerme ha sido el “enterao”, y lo ha hecho con un regodeo y una vesania innecesarios, por lo que en estos momentos luzco un chichón del tamaño de un huevo de paloma en la parte derecha del cráneo, sobre la oreja. Duele. Y ahora me encuentro con una Merkel altiva y glacial.
– ¿Ha ordenado ya poner en libertad a Irení Papadostulu, Frau Merkel? – abro el juego con un gambito de flanco.
– Me suena ese nombre que dice. A ver… – revuelve un poco los papeles que tiene ordenadísimos sobre la mesa –. Ah sí, la ladrona. ¿Por qué habría de ponerla en libertad?
– Para evitar el ridículo. ¿Cree que una ladrona de joyas experta iría a negociar su botín con un mercachifle de baratijas de Plaka? La señora de la limpieza del hotel no tenía idea del valor de lo que había caído en sus manos.
– Quién sabe, senior Gottráiguetz. Estamos hablando de una mujer griega.
– Explique entonces por qué necesitaba un segundo joyero ful, y por qué fue a dejarlo sobre la mesilla de noche de don Luis de Guindos.
– Estas gentes del sur son foluples e inconstantes en sus propósitos.
Cherchez la femme, como decían los detectives de la era victoriana. Ya ve, Frau Merkel, eso es exactamente lo que he hecho yo puesto ante unos hechos desconcertantes.
– No me diga.
– La clave del problema está en el segundo joyero, Frau Merkel. El falso. Le pregunté por él al ministro Guindos, y ¿sabe lo que me dijo? «Debería preguntar eso a mi mujer.» El ministro de Economía español no sabe distinguir un Louis Vuitton verdadero de uno falso.
– Lamentable.
– Apuesto a que lo mismo le ocurre a Jeroen Dijsselbloem. Vea usted la secuencia de los hechos: Guindos encuentra un joyero en su mesita. No sabe lo que es ni de dónde viene. Teme una trampa y corre a dejarlo en la habitación del presidente del Eurogrupo. Cuando este despierta de un sueño reparador, la mañana del 13 de julio, por fuerza debe de preguntarse qué significa aquel regalo inopinado. Durante el desayuno, se difunden toda clase de rumores entre los VIPs presentes. Dijsselbloem comprende de pronto que alguien ha puesto en sus manos una bomba de relojería próxima a estallar, y se apresura a depositarla en recepción por medio de un secretario anónimo y con una tarjeta sin firma. Pero esa tarjeta indica que quien devolvió el joyero creía que se trataba del auténtico; desconocía la posibilidad de que fuera una falsificación.
– Me aburre usted, herr Gottráiguetz. Primero me decepciona y luego me aburre. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Verá, así fue como se me ocurrió que quien tuvo la idea de procurarse un facsímil del joyero de la presidenta del FMI era con toda probabilidad una mujer.
– Qué idea tan bochornosamente machista, herr Gottráiguetz.
– Si vamos a calibrar la corrección política, Frau Merkel, habrá de reconocer que su conducta tampoco ha sido exquisita.
– Me niego a seguir escuchando una palabra más en ese tono.
Le basta oprimir un botón para cortar la comunicación entre nosotros. Como no lo hace, sigo hablando.
– Esta es una historia de poder, Frau Merkel, y el poder no entiende de géneros. Dos personas poderosas, incidentalmente dos mujeres pero el dato no es importante, chocan en la cumbre. Una quiere expulsar a Grecia de la moneda común, la otra está dispuesta a vetar esa eventualidad. Con el asesoramiento de su ministro de Finanzas, la primera tantea la posibilidad de que sea el mismo Gobierno griego el que se descuelgue. El plan fracasa, a pesar de las condiciones inaceptables que se han diseñado.
– Fue un trato justo y generoso.
– Es lo que usted dice. Entonces la primera mujer…
– La llamaremos “A” – propone Merkel.
– La mujer A se introduce por una puerta oculta en la suite de la mujer B, en un momento comprometido. Su idea es intercambiar los joyeros y culpar luego del delito al acompañante de la dama, lo llamaremos C. Puede hacerlo con cierta comodidad: C lleva los ojos vendados, y B anda perdida en deliquios y transportes casi sobrenaturales.
– Tarareaba la romanza L’amour est un oiseau blessé – me interrumpe Merkel en tono ligero.
– ¿Cómo ha dicho?
– No pienso repetirlo.
– Es igual. Sigamos con la historia…
– Hipotética – dice ella.
– La historia hipotética. La mujer A se va con el joyero auténtico a la habitación de su más fiel colaborador, el hombre de hierro de las finanzas alemanas, el dragón que guarda las puertas, el intransigente, el incorruptible.
– ¿Está usted hablando de Wolfie Schäuble? – pregunta Angela en tono inocente.
– Llamémoslo D.
– No reconocía a Wolfie por la descripción.
– D se escandaliza al saber lo que ha hecho A. No es un perrillo faldero, no va a consentir sus caprichos de cancillera alegre, y además el Grexit será inevitable al cabo de pocos meses porque los términos del acuerdo hacen imposible una devolución de la deuda a medio plazo. Riñe severamente a A. Tienen una trifulca. La ética protestante es en él una componente inescindible de su espíritu del capitalismo.
– Qué imaginación tan erudita la suya, herr Gottráiguetz.
– D convence a A de que es necesario dar marcha atrás. Y ahí es donde A comete un error garrafal.
– La mujer A nunca comete errores, herr Gottráiguetz.
– Uno solo. Deja que sea D quien se encargue del segundo trueque.
– Hombres nunca son de fiar – suspira Angela.
– Aquí entramos en el terreno de las conjeturas. Un inválido en silla de ruedas, como es el caso de D, tiene serias dificultades de movilidad y de manipulación de bultos de cierto tamaño. Imagino que D entró en la alcoba de la mujer B, retiró el joyero falso de la mesita, lo colocó en su regazo junto al auténtico, y en ese momento el varón C se levantó de la cama, considerando finalizada su ordalía.
– Usted no tiene ninguna prueba de lo que dice.
– No. D tiene suerte porque C lleva una venda puesta y no se la quita hasta haber salido por la puerta principal. Pero se deja dominar por el pánico. Quizás en ese momento la mujer B se remueve, o se incorpora a medias, o algo sucede. D sale entonces disparado por la puerta oculta con los dos joyeros sobre el regazo. Teme ser perseguido. Su apuro es enorme. Por fortuna tiene a mano el cuarto trastero, que no es necesario abrir porque tiene puertas batientes. Se refugia allí.
– ¿Y qué más?
– La ley de Murphy.
– No entiendo.
Dura lex de Murphy, sed lex. Es algo tan inevitable como la gravedad. En unas condiciones similares a las de D, cualquier varón, sin excepción, confundirá los dos joyeros. Eso deja un cincuenta por cierto de margen al acierto y el error, pero el enunciado de Murphy sobre la perversidad natural de los objetos inanimados sostiene que el margen de error siempre prevalece sobre su probabilidad. Así ocurrió en este caso. D tiró el joyero auténtico a un contenedor de basuras, y cuando se sintió a salvo fue a dejar el falso en el único sitio que le pareció temporalmente seguro. Sabía que la habitación de Guindos, ¿o debemos hablar del señor G?, estaba vacía porque él asistía a una fiesta de alto copete, y se precipitó a dejar allí el bolso que él creía auténtico.
Hay un largo silencio entre las dos pantallas. Luego Angela dice:
– ¿Tiene intención de airear en alguna parte esas fantasías desbocadas, herr Gottráiguetz? Porque le recuerdo que este caso está cerrado. La limpiadora griega ha sido puesta en libertad sin cargos. El único culpable oficial es usted mismo; confesó su delito por videoconferencia ante el Eurogrupo en pleno. ¿Recuerda?
– Lo recuerdo muy bien, Frau Merkel. Soy un chivo expiatorio. En realidad todos lo somos en acto o en potencia, alguien tiene que pagar siempre por los delirios y las irresponsabilidades de ustedes los de arriba.
– Su comentario está fuera de lugar. Responda sí o no a mi pregunta.
– No, Frau Merkel. No airearé en ninguna parte mis fantasías desbocadas. Esto quedará entre nosotros dos.
– La conferencia ha terminado – dice Merkel, y pulsa el botón. Yo sigo aún un rato con la mirada prendida en la pantalla en negro.
FIN

 

Nota.- El lector incauto y desprevenido que haya aterrizado por azar en esta página sin conocer sus antecedentes, puede leer completa esta historia descarnada de poder, ambición, ensayo y error, clicando en los capítulos anteriores en el escrupuloso orden que se indica: