Sobresaltos de un
chivo expiatorio (y 7)
De nuevo estamos
frente a frente Angela Merkel y yo, separados tan solo por las interfaces de
dos pantallas de plasma, o de lo que sea con que se hacen las pantallas ahora.
– Usted mucho me ha
decepcionado, herr Gottráiguetz – suspira Angela. Ha extremado el cuidado en
los detalles de su presentación. Lleva una de sus chaquetillas de colores
características (verde pistacho), cruzada desde el hombro izquierdo hasta la
cintura por una banda color fucsia. En la pechera se ha colgado algunas
medallas. Está sentada ante el escritorio de su despacho oficial, presidido por
una gran bandera alemana. A través de un ventanal, al fondo, se divisan los
árboles de un parque.
Los prolegómenos de
la entrevista han sido laboriosos. En primer lugar el mar estaba algo picado esta
mañana, y el ejercicio de natación ha sido agotador. Después, el encargado de
recogerme ha sido el “enterao”, y lo ha hecho con un regodeo y una vesania
innecesarios, por lo que en estos momentos luzco un chichón del tamaño de un
huevo de paloma en la parte derecha del cráneo, sobre la oreja. Duele. Y ahora
me encuentro con una Merkel altiva y glacial.
– ¿Ha ordenado ya
poner en libertad a Irení Papadostulu, Frau Merkel? – abro el juego con un
gambito de flanco.
– Me suena ese
nombre que dice. A ver… – revuelve un poco los papeles que tiene ordenadísimos
sobre la mesa –. Ah sí, la ladrona. ¿Por qué habría de ponerla en libertad?
– Para evitar el
ridículo. ¿Cree que una ladrona de joyas experta iría a negociar su botín con
un mercachifle de baratijas de Plaka? La señora de la limpieza del hotel no
tenía idea del valor de lo que había caído en sus manos.
– Quién sabe, senior
Gottráiguetz. Estamos hablando de una mujer griega.
– Explique entonces
por qué necesitaba un segundo joyero ful, y por qué fue a dejarlo sobre la
mesilla de noche de don Luis de Guindos.
– Estas gentes del
sur son foluples e inconstantes en sus propósitos.
– Cherchez la femme, como decían los
detectives de la era victoriana. Ya ve, Frau Merkel, eso es exactamente lo que
he hecho yo puesto ante unos hechos desconcertantes.
– No me diga.
– La clave del
problema está en el segundo joyero, Frau Merkel. El falso. Le pregunté por él
al ministro Guindos, y ¿sabe lo que me dijo? «Debería preguntar eso a mi mujer.»
El ministro de Economía español no sabe distinguir un Louis Vuitton verdadero
de uno falso.
– Lamentable.
– Apuesto a que lo
mismo le ocurre a Jeroen Dijsselbloem. Vea usted la secuencia de los hechos:
Guindos encuentra un joyero en su mesita. No sabe lo que es ni de dónde viene.
Teme una trampa y corre a dejarlo en la habitación del presidente del
Eurogrupo. Cuando este despierta de un sueño reparador, la mañana del 13 de
julio, por fuerza debe de preguntarse qué significa aquel regalo inopinado. Durante
el desayuno, se difunden toda clase de rumores entre los VIPs presentes.
Dijsselbloem comprende de pronto que alguien ha puesto en sus manos una bomba
de relojería próxima a estallar, y se apresura a depositarla en recepción por
medio de un secretario anónimo y con una tarjeta sin firma. Pero esa tarjeta
indica que quien devolvió el joyero creía que se trataba del auténtico;
desconocía la posibilidad de que fuera una falsificación.
– Me aburre usted,
herr Gottráiguetz. Primero me decepciona y luego me aburre. ¿Qué puedo hacer por
usted?
– Verá, así fue
como se me ocurrió que quien tuvo la idea de procurarse un facsímil del joyero
de la presidenta del FMI era con toda probabilidad una mujer.
– Qué idea tan
bochornosamente machista, herr Gottráiguetz.
– Si vamos a
calibrar la corrección política, Frau Merkel, habrá de reconocer que su
conducta tampoco ha sido exquisita.
– Me niego a seguir
escuchando una palabra más en ese tono.
Le basta oprimir un
botón para cortar la comunicación entre nosotros. Como no lo hace, sigo
hablando.
– Esta es una
historia de poder, Frau Merkel, y el poder no entiende de géneros. Dos personas
poderosas, incidentalmente dos mujeres pero el dato no es importante, chocan en
la cumbre. Una quiere expulsar a Grecia de la moneda común, la otra está
dispuesta a vetar esa eventualidad. Con el asesoramiento de su ministro de
Finanzas, la primera tantea la posibilidad de que sea el mismo Gobierno griego
el que se descuelgue. El plan fracasa, a pesar de las condiciones inaceptables
que se han diseñado.
– Fue un trato
justo y generoso.
– Es lo que usted
dice. Entonces la primera mujer…
– La llamaremos “A”
– propone Merkel.
– La mujer A se
introduce por una puerta oculta en la suite de la mujer B, en un momento comprometido.
Su idea es intercambiar los joyeros y culpar luego del delito al acompañante de
la dama, lo llamaremos C. Puede hacerlo con cierta comodidad: C lleva los ojos
vendados, y B anda perdida en deliquios y transportes casi sobrenaturales.
– Tarareaba la
romanza L’amour est un oiseau blessé
– me interrumpe Merkel en tono ligero.
– ¿Cómo ha dicho?
– No pienso
repetirlo.
– Es igual. Sigamos
con la historia…
– Hipotética – dice
ella.
– La historia
hipotética. La mujer A se va con el joyero auténtico a la habitación de su más
fiel colaborador, el hombre de hierro de las finanzas alemanas, el dragón que
guarda las puertas, el intransigente, el incorruptible.
– ¿Está usted
hablando de Wolfie Schäuble? – pregunta Angela en tono inocente.
– Llamémoslo D.
– No reconocía a
Wolfie por la descripción.
– D se escandaliza
al saber lo que ha hecho A. No es un perrillo faldero, no va a consentir sus
caprichos de cancillera alegre, y además el Grexit será inevitable al cabo de
pocos meses porque los términos del acuerdo hacen imposible una devolución de
la deuda a medio plazo. Riñe severamente a A. Tienen una trifulca. La ética
protestante es en él una componente inescindible de su espíritu del
capitalismo.
– Qué imaginación tan
erudita la suya, herr Gottráiguetz.
– D convence a A de
que es necesario dar marcha atrás. Y ahí es donde A comete un error garrafal.
– La mujer A nunca comete errores, herr Gottráiguetz.
– Uno solo. Deja
que sea D quien se encargue del segundo trueque.
– Hombres nunca son
de fiar – suspira Angela.
– Aquí entramos en
el terreno de las conjeturas. Un inválido en silla de ruedas, como es el caso
de D, tiene serias dificultades de movilidad y de manipulación de bultos de cierto
tamaño. Imagino que D entró en la alcoba de la mujer B, retiró el joyero falso
de la mesita, lo colocó en su regazo junto al auténtico, y en ese momento el
varón C se levantó de la cama, considerando finalizada su ordalía.
– Usted no tiene
ninguna prueba de lo que dice.
– No. D tiene
suerte porque C lleva una venda puesta y no se la quita hasta haber salido por
la puerta principal. Pero se deja dominar por el pánico. Quizás en ese momento la
mujer B se remueve, o se incorpora a medias, o algo sucede. D sale entonces disparado
por la puerta oculta con los dos joyeros sobre el regazo. Teme ser perseguido.
Su apuro es enorme. Por fortuna tiene a mano el cuarto trastero, que no es
necesario abrir porque tiene puertas batientes. Se refugia allí.
– ¿Y qué más?
– La ley de Murphy.
– No entiendo.
– Dura lex de Murphy, sed lex. Es algo tan
inevitable como la gravedad. En unas condiciones similares a las de D, cualquier
varón, sin excepción, confundirá los dos joyeros. Eso deja un cincuenta por
cierto de margen al acierto y el error, pero el enunciado de Murphy sobre la
perversidad natural de los objetos inanimados sostiene que el margen de error
siempre prevalece sobre su probabilidad. Así ocurrió en este caso. D tiró el
joyero auténtico a un contenedor de basuras, y cuando se sintió a salvo fue a dejar
el falso en el único sitio que le pareció temporalmente seguro. Sabía que la
habitación de Guindos, ¿o debemos hablar del señor G?, estaba vacía porque él
asistía a una fiesta de alto copete, y se precipitó a dejar allí el bolso que
él creía auténtico.
Hay un largo
silencio entre las dos pantallas. Luego Angela dice:
– ¿Tiene intención
de airear en alguna parte esas fantasías desbocadas, herr Gottráiguetz? Porque
le recuerdo que este caso está cerrado. La limpiadora griega ha sido puesta en
libertad sin cargos. El único culpable oficial es usted mismo; confesó su
delito por videoconferencia ante el Eurogrupo en pleno. ¿Recuerda?
– Lo recuerdo muy
bien, Frau Merkel. Soy un chivo expiatorio. En realidad todos lo somos en acto
o en potencia, alguien tiene que pagar siempre por los delirios y las
irresponsabilidades de ustedes los de arriba.
– Su comentario
está fuera de lugar. Responda sí o no a mi pregunta.
– No, Frau Merkel.
No airearé en ninguna parte mis fantasías desbocadas. Esto quedará entre
nosotros dos.
– La conferencia ha
terminado – dice Merkel, y pulsa el botón. Yo sigo aún un rato con la mirada
prendida en la pantalla en negro.
FIN
Nota.- El lector incauto y desprevenido que haya
aterrizado por azar en esta página sin conocer sus antecedentes, puede leer
completa esta historia descarnada de poder, ambición, ensayo y error, clicando en
los capítulos anteriores en el escrupuloso orden que se indica: