viernes, 3 de julio de 2015

RELEER A TRENTIN, RELEER A GRAMSCI (2)

Proseguimos la publicación de la importante conferencia de Bruno Trentin en Torino 1997 (traducida por Javier Aristu), con un comentario propio.




[Qué lectura de Gramsci, hoy]
Bruno Trentin
2.
Al releer siguiendo esta pista toda la obra de Antonio Gramsci, y no solo la de los tiempos del Ordine Nuovo, creo entender que tal conclusión paradójica no fue ajena, aunque de forma controvertida y contradictoria, a su investigación sobre las relaciones entre política y sociedad civil; y sí inseparable de otra contradicción que marcará, aunque con acentos y resultados diversos, toda una época del pensamiento socialista desde los comienzos del siglo XX, teatro de aquella primera crisis de la cultura marxista que se suele colocar bajo la rúbrica del «Debate Bernstein».
Me refiero a la contradicción siguiente: se da, por un lado, un historicismo finalista, empapado de determinismo, que acaba por encerrar el análisis, muy fecundo por otra parte, de Gramsci sobre las transformaciones y los conflictos que recorren la sociedad civil (análisis del que buena parte de la izquierda italiana, en nuestros días, parece haber perdido el método, el gusto y también la memoria) en el «corsé» de un proceso histórico ineluctablemente predeterminado en su devenir incluso en el más largo plazo, y que muestra una evolución unidireccional de las fuerzas productivas, en las que se incluyen, como se sabe, la «fuerza de trabajo» propiamente dicha, la división del trabajo y la organización de la sociedad civil. Por otro lado, un voluntarismo, una primacía de la voluntad y de la acción creadora («la revolución contra el capital»), también, sin embargo, encerrada en un curso histórico marcado por la necesidad de sus diferentes fases.
Se trata, de hecho, de un voluntarismo cuyas matrices ideológicas le impiden dedicarse a la investigación problemática y experimental de opciones alternativas a las dominantes, e insertarse en una historia siempre abierta a resultados diversos, aunque dentro de los límites indudablemente objetivos dictados por los distintos contextos económicos, culturales y sociales. Un voluntarismo que excluye la sustitución de la primacía terrible del cumplimiento de un destino histórico ineluctable, por la primacía de la libertad y de la autorrealización de la persona humana. Un voluntarismo capaz tan solo de quemar etapas en alguna de las fases determinadas e inmutables del desarrollo humano y social; pero no, desde luego, libre para ignorar o «saltarse» esas etapas predeterminadas y predefinidas; y tanto menos para imaginar y para experimentar (sobreponiéndose a la dura criba crítica de los resultados y de la búsqueda de un consenso consciente) vías distintas a las «inscritas en la historia», ya dada, del desarrollo de las fuerzas productivas (incluido el trabajo) y de su conflicto potencial con las «relaciones de producción».
Este es el modo que me ha parecido más fecundo de reencontrar en Gramsci, más allá de cualquier exégesis consolatoria, estímulos, indicaciones, pistas a seguir para confrontarnos con los problemas del presente. No tanto distinguir de forma pedante «lo que está vivo y lo que está muerto» (¿respecto a qué?) en su investigación incompleta, y siempre en movimiento; ni limitarse a desmenuzar en la obra de Gramsci, con un escrúpulo que ha alcanzado en muchos casos resultados engañosos e ilusorios, «aquello que corresponde a Gramsci y lo que pertenecía a Lenin, a Sorel o a Croce» (el famoso texto de Togliatti sobre el Leninismo de Gramsci me parece, por ejemplo, lastrado para siempre por una parcialidad muy marcada). Sino, por el contrario, tratar de «liberar» algunos momentos cruciales de su reflexión de las ambigüedades y de las aporías que se derivaban de estar aprisionada por la contradicción, vital durante un largo periodo de la historia del movimiento socialista, pero perversa y fatal en el momento de su desenlace, entre historicismo finalista y voluntarismo prometeico.
O dicho de otra manera, centrándonos ahora en el punto de vista de los sujetos de la historia, entre quienes viven la historia como un vehículo más o menos inconsciente de la dirección (ya definitiva) que ha adoptado, y los que se proponen incluso violentar los tiempos de la misma (posiblemente con altísimos costos humanos en la contingencia inmediata) porque detentan el privilegio, negado a la mayoría, de conocer sus etapas predefinidas y su fin último; porque poseen el don trágico y exclusivo de saber a dónde va la historia.
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(Paco Rodríguez de Lecea)


Recuerdo, querido José Luis, una añeja definición del marxismo como «el análisis concreto de la situación concreta.» No digo que no deba ser así, digo (o más bien quien lo dice es Bruno Trentin) que ese análisis “concreto” de la situación ha partido casi siempre de una presuposición inamovible: a saber, que la historia tiene sentido, y que el curso de la historia sigue una dirección precisa, a través de todos los meandros y vericuetos que se quiera.

Esa presuposición es pura ideología, en el sentido preciso y nada bondadoso que el propio Marx dio al término. Quizás el barbudo de Tréveris no imaginó que su descripción poética de la sucesión de grandes fases históricas, ninguna de las cuales despunta con todas sus características peculiares hasta que la fase anterior ha agotado todas sus posibles manifestaciones; que esa construcción artificiosa, montada tal vez con finalidades meramente pedagógicas, sería creída por una “vulgata” marxista tan al pie de la letra como lo es el texto de la Biblia para los mormones. Y ese ha sido el origen de una serie de malentendidos y de simplificaciones que han descolocado a la izquierda en relación con los fenómenos emergentes morrocotudos que han ido afectando a una sociedad particularmente maltratada por tales novedades.

El problema estriba en que la sociedad civil, que Gramsci analizó con tanto cuidado y tanta lucidez, había dejado de ser sujeto de cambio histórico en la visión marxista ortodoxa manejada tanto por la socialdemocracia como por el llamado socialismo revolucionario. El «motor» de la historia pasó en determinado momento a ser el Estado-nación. Quizás ese momento lo marcó la revolución rusa, cuando una vanguardia aguerrida, la fracción bolchevique, encabezó una lucha de masas ávidas de paz, pan y tierra e ignorantes de la trascendencia última de su movilización, y las condujo hasta un horizonte nuevo. Por el camino hubo de crear no solo el ejército rojo, sino, suprema paradoja, el proletariado industrial que habría debido, según los cánones precisos de la historia marxista, protagonizar la revolución; pero que no pudo hacerlo por la buena razón de que aún no existía. León Trotsky tuvo la ocurrencia no del todo feliz de dar a los dos pilares del nuevo Estado el mismo tratamiento. De modo que propuso que las masas de campesinos rusos arrancados de sus tierras y enrolados de forma forzada en la industria pesada localizada cerca de los yacimientos mineros estratégicos, se encuadraran militarmente en el ejército rojo. De este modo la economía del nuevo Estado se asentó en un sistema de producción jerarquizado, militarizado y obediente en todo a los preceptos científicos establecidos en occidente por el ingeniero Taylor y el visionario capitán de industria Henry Ford.

En esa realidad contradictoria quedaron ancladas las paradojas que señalaba Trentin en la primera parte de su conferencia. El movimiento obrero internacional se apropió a partir de esa época de dos grandes revoluciones sociales que habían nacido y crecido lejos de sus orillas: la nueva organización del trabajo (fordista) y la nueva protección social (bismarckiana) que parecía complementarla como anillo al dedo de la anterior. Todo lo cual se hizo sin necesidad de ningún análisis cuidadoso: se pusieron las novedades en la cuenta de una visión de la historia para la cual todo progreso social era un paso objetivo hacia el triunfo final de las fuerzas socialistas sobre el capital.

El trabajo en sí mismo, como actividad provista de un valor social de uso, y aunque no en todos los casos, también de cambio, quedó sepultado por el trabajo-masa, el trabajo abstracto. El Estado-nación, por su parte, redistribuía el valor generado por la fuerza abstracta de trabajo en forma de beneficios sociales, y de asistencia y protección especial a los más desvalidos. El Estado pasó a ser concebido como una institución taumatúrgica, no puesta ya al servicio exclusivo de una clase sino permeable a la presencia y a la acción de los representantes de las clases populares.

Un esquema tan completo, tan redondo, tan aposentado en una concepción de la historia por la que todos los sacrificios presentes se verían recompensados en un futuro cierto y luminoso, cerró el paso, dice Trentin, a cualquier esfuerzo «para imaginar y para experimentar (sobreponiéndose a la dura criba crítica de los resultados y de la búsqueda de un consenso consciente) vías distintas a las “inscritas en la historia”.»  Y la primacía (“terrible”, añade) del cumplimiento de un destino histórico ineluctable, descabalgó la primacía alternativa «de la libertad y de la autorrealización de la persona humana.»

Antonio Gramsci está situado en una encrucijada de los dos caminos; en la trayectoria de una ortodoxia basada en un voluntarismo prometeico, pero también en la vía de paso hacia la exploración de realidades distintas, de aspectos esenciales de una teoría social omitida por el estatalismo monolítico de nuevo cuño. Otros testimonios surgidos del mundo del trabajo y del pensamiento de la izquierda hacia la misma época o más tardíos se vieron aparcados de malos modos en el arcén de la gran avenida de la ortodoxia socialista. Pongamos que hablo de los wobblies, el heroico movimiento sindical americano desbaratado a tiro limpio en los inicios del siglo XX; o del rechazo de Karl Korsch al “fatalismo” de la visión comunista de la revolución, y su propuesta de una democracia obrera revolucionaria; o del testimonio personal de Simone Weil sobre lo que en verdad significaba la condición obrera en las fábricas bajo el sistema fordista-taylorista.

A la vista de dónde ha conducido el gran desfile de la izquierda ortodoxa hacia el socialismo, entiendo que puede valer la pena explorar todas esas vías secundarias, tal y como tú mismo, querido José Luis, lo has sugerido en alguna ocasión.