[Qué lectura de Gramsci,
hoy]
Bruno Trentin2.
Al releer siguiendo esta pista toda la obra de Antonio
Gramsci, y no solo la de los tiempos del Ordine
Nuovo, creo entender que
tal conclusión paradójica no fue ajena, aunque de forma controvertida y
contradictoria, a su investigación sobre las relaciones entre política y
sociedad civil; y sí inseparable de otra contradicción que marcará, aunque con
acentos y resultados diversos, toda una época del pensamiento socialista desde
los comienzos del siglo XX, teatro de aquella primera crisis de la cultura
marxista que se suele colocar bajo la rúbrica del «Debate
Bernstein».
Me refiero a la contradicción siguiente: se da, por un
lado, un historicismo finalista, empapado de determinismo, que acaba por
encerrar el análisis, muy fecundo por otra parte, de Gramsci sobre las
transformaciones y los conflictos que recorren la sociedad civil (análisis del
que buena parte de la izquierda italiana, en nuestros días, parece haber perdido
el método, el gusto y también la memoria) en el «corsé» de un proceso histórico
ineluctablemente predeterminado en su devenir incluso en el más largo plazo, y
que muestra una evolución unidireccional de las fuerzas productivas, en
las que se incluyen, como se sabe, la «fuerza de trabajo» propiamente dicha, la
división del trabajo y la organización de la sociedad civil. Por otro lado, un
voluntarismo, una primacía de la voluntad y de la acción creadora («la
revolución contra el capital»), también, sin embargo, encerrada en un curso
histórico marcado por la necesidad de sus diferentes fases.
Se trata, de hecho, de un voluntarismo cuyas matrices
ideológicas le impiden dedicarse a la investigación problemática y experimental
de opciones alternativas a las dominantes, e insertarse en una historia siempre
abierta a resultados diversos, aunque dentro de los límites indudablemente
objetivos dictados por los distintos contextos económicos, culturales y
sociales. Un voluntarismo que excluye la sustitución de la primacía terrible del
cumplimiento de un destino histórico ineluctable, por la primacía de la libertad
y de la autorrealización de la persona humana. Un voluntarismo capaz tan solo de
quemar etapas en alguna de las fases determinadas e inmutables del
desarrollo humano y social; pero no, desde luego, libre para ignorar o
«saltarse» esas etapas
predeterminadas y predefinidas; y tanto menos para imaginar y para experimentar
(sobreponiéndose a la dura criba crítica de los resultados y de la búsqueda de
un consenso consciente) vías distintas a las «inscritas en la historia», ya
dada, del desarrollo de las fuerzas productivas (incluido el trabajo) y de su
conflicto potencial con las «relaciones de producción».
Este es el modo que me ha parecido más fecundo de
reencontrar en Gramsci, más allá de cualquier exégesis consolatoria, estímulos,
indicaciones, pistas a seguir para confrontarnos con los problemas del presente.
No tanto distinguir de forma pedante «lo que está vivo y lo que está muerto»
(¿respecto a qué?) en su investigación incompleta, y siempre en movimiento; ni
limitarse a desmenuzar en la obra de Gramsci, con un escrúpulo que ha alcanzado
en muchos casos resultados engañosos e ilusorios, «aquello que corresponde a
Gramsci y lo que pertenecía a Lenin, a Sorel o a Croce» (el famoso texto de
Togliatti sobre el Leninismo de Gramsci me parece, por ejemplo, lastrado
para siempre por una parcialidad muy marcada). Sino, por el contrario, tratar de
«liberar» algunos momentos cruciales de su reflexión de las ambigüedades y de
las aporías que se derivaban de estar aprisionada por la contradicción, vital
durante un largo periodo de la historia del movimiento socialista, pero perversa
y fatal en el momento de su desenlace, entre historicismo finalista y
voluntarismo prometeico.
O dicho de otra manera, centrándonos ahora en el punto
de vista de los sujetos de la historia, entre quienes viven la historia como un
vehículo más o menos inconsciente de la dirección (ya definitiva) que ha
adoptado, y los que se proponen incluso violentar los tiempos de la misma
(posiblemente con altísimos costos humanos en la contingencia inmediata) porque
detentan el privilegio, negado a la mayoría, de conocer sus etapas predefinidas
y su fin último; porque poseen el don trágico y exclusivo de saber a dónde
va la historia.
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(Paco Rodríguez de Lecea)
Recuerdo, querido José Luis, una añeja definición
del marxismo como «el análisis concreto de la situación concreta.» No digo que
no deba ser así, digo (o más bien quien lo dice es Bruno Trentin) que ese
análisis “concreto” de la situación ha partido casi siempre de una presuposición
inamovible: a saber, que la historia tiene sentido, y que el curso de la
historia sigue una dirección precisa, a través de todos los meandros y
vericuetos que se quiera.
Esa presuposición es pura ideología, en el sentido
preciso y nada bondadoso que el propio Marx dio al término. Quizás el barbudo de
Tréveris no imaginó que su descripción poética de la sucesión de grandes fases
históricas, ninguna de las cuales despunta con todas sus características
peculiares hasta que la fase anterior ha agotado todas sus posibles
manifestaciones; que esa construcción artificiosa, montada tal vez con
finalidades meramente pedagógicas, sería creída por una “vulgata” marxista tan
al pie de la letra como lo es el texto de la Biblia para los mormones. Y ese ha
sido el origen de una serie de malentendidos y de simplificaciones que han
descolocado a la izquierda en relación con los fenómenos emergentes morrocotudos
que han ido afectando a una sociedad particularmente maltratada por tales
novedades.
El problema estriba en que la sociedad civil, que
Gramsci analizó con tanto cuidado y tanta lucidez, había dejado de ser sujeto de
cambio histórico en la visión marxista ortodoxa manejada tanto por la
socialdemocracia como por el llamado socialismo revolucionario. El «motor» de la
historia pasó en determinado momento a ser el Estado-nación. Quizás ese momento
lo marcó la revolución rusa, cuando una vanguardia aguerrida, la fracción
bolchevique, encabezó una lucha de masas ávidas de paz, pan y tierra e
ignorantes de la trascendencia última de su movilización, y las condujo hasta un
horizonte nuevo. Por el camino hubo de crear no solo el ejército rojo, sino,
suprema paradoja, el proletariado industrial que habría debido, según los
cánones precisos de la historia marxista, protagonizar la revolución; pero que
no pudo hacerlo por la buena razón de que aún no existía. León Trotsky tuvo la
ocurrencia no del todo feliz de dar a los dos pilares del nuevo Estado el mismo
tratamiento. De modo que propuso que las masas de campesinos rusos arrancados de
sus tierras y enrolados de forma forzada en la industria pesada localizada cerca
de los yacimientos mineros estratégicos, se encuadraran militarmente en el
ejército rojo. De este modo la economía del nuevo Estado se asentó en un sistema
de producción jerarquizado, militarizado y obediente en todo a los preceptos
científicos establecidos en occidente por el ingeniero Taylor y el visionario
capitán de industria Henry Ford.
En esa realidad contradictoria quedaron ancladas
las paradojas que señalaba Trentin en la primera parte de su conferencia. El
movimiento obrero internacional se apropió a partir de esa época de dos grandes
revoluciones sociales que habían nacido y crecido lejos de sus orillas: la nueva
organización del trabajo (fordista) y la nueva protección social (bismarckiana)
que parecía complementarla como anillo al dedo de la anterior. Todo lo cual se
hizo sin necesidad de ningún análisis cuidadoso: se pusieron las novedades en la
cuenta de una visión de la historia para la cual todo progreso social era un
paso objetivo hacia el triunfo final de las fuerzas socialistas sobre el
capital.
El trabajo en sí mismo, como actividad provista de
un valor social de uso, y aunque no en todos los casos, también de cambio, quedó
sepultado por el trabajo-masa, el trabajo abstracto. El Estado-nación, por su
parte, redistribuía el valor generado por la fuerza abstracta de trabajo en
forma de beneficios sociales, y de asistencia y protección especial a los más
desvalidos. El Estado pasó a ser concebido como una institución taumatúrgica, no
puesta ya al servicio exclusivo de una clase sino permeable a la presencia y a
la acción de los representantes de las clases populares.
Un esquema tan completo, tan redondo, tan
aposentado en una concepción de la historia por la que todos los sacrificios
presentes se verían recompensados en un futuro cierto y luminoso, cerró el paso,
dice Trentin, a cualquier esfuerzo «para imaginar y para
experimentar (sobreponiéndose a la dura criba crítica de los resultados y de la
búsqueda de un consenso consciente) vías distintas a las “inscritas en la
historia”.» Y la
primacía (“terrible”, añade) del cumplimiento de un destino histórico
ineluctable, descabalgó la primacía alternativa «de la libertad y de la
autorrealización de la persona humana.»
Antonio Gramsci está situado en una encrucijada de
los dos caminos; en la trayectoria de una ortodoxia basada en un voluntarismo
prometeico, pero también en la vía de paso hacia la exploración de realidades
distintas, de aspectos esenciales de una teoría social omitida por el
estatalismo monolítico de nuevo cuño. Otros testimonios surgidos del mundo del
trabajo y del pensamiento de la izquierda hacia la misma época o más tardíos se
vieron aparcados de malos modos en el arcén de la gran avenida de la ortodoxia
socialista. Pongamos que hablo de los wobblies, el heroico movimiento
sindical americano desbaratado a tiro limpio en los inicios del siglo XX; o del
rechazo de Karl Korsch al “fatalismo” de la visión comunista de la revolución, y
su propuesta de una democracia obrera revolucionaria; o del testimonio personal
de Simone Weil sobre lo que en verdad significaba la condición obrera en las
fábricas bajo el sistema fordista-taylorista.
A la vista de dónde ha conducido el gran desfile
de la izquierda ortodoxa hacia el socialismo, entiendo que puede valer la pena
explorar todas esas vías secundarias, tal y como tú mismo, querido José Luis, lo
has sugerido en alguna ocasión.