Hubo un tiempo en
el que las formaciones socialdemócratas se constituyeron como el centro de
gravedad de la política europea, a partir de los esquemas del Estado social,
con un sector público estratégico como locomotora de un aparato productivo tendencialmente
capaz de absorber toda la fuerza de trabajo disponible, y con un casi pleno
empleo estable, garantizado por la acción aglutinante de unos sindicatos fuertes y activos
y por la seguridad añadida de un sistema de cobertura universal en los temas de
sanidad, vivienda y educación. El eje francoalemán actuaba como palanca de avance
de la prosperidad comunitaria, secundado por la constelación de países que
formaban su guardia de honor así en el Norte como en el Sur, y que contaban con
líderes tan indiscutidos como Palme, Soares, González, Craxi o Papandreu. Aquel
espacio homogéneo de prosperidad quedaba acotado al Este por un telón de acero
simbólico, en realidad un muro ominoso de ladrillo. La prosperidad europea
occidental funcionó como un escaparate iluminado que atraía a toda clase de
disidentes, fugitivos, refugiados y migrantes que se acercaban desde las
tinieblas orientales a aquella luz deslumbrados como mariposas nocturnas.
No hace falta
indicar que ya no ocurre así, que el telón se alzó de forma definitiva y los
gobiernos del Este se han convertido en defensores acérrimos del neoliberalismo
económico, mientras la socialdemocracia europea occidental ha ido perdiendo
consenso al mismo ritmo que avanzaba el desmantelamiento del Estado social, y en
tanto que la izquierda clásica, reducida a límites poco más que testimoniales,
tanteaba en busca de nuevas referencias que sustituyeran a las viejas
certidumbres basadas en un éxito global a corto plazo del socialismo real.
Si nos ceñimos a lo
que ocurre hoy en el Sur de Europa, en los países denominados PIGS (Portugal,
Italy, Greece, Spain) en la jerga convencional de los cenáculos europeos, la
pérdida de suelo electoral de las formaciones inspiradas en la socialdemocracia
ha sido espectacular a partir de la crisis financiera de 2008, mientras se
observa un repunte de las formaciones situadas a su izquierda, a partir de
concepciones no asimilables a lo que antes se englobaba bajo el nombre genérico
de “movimiento obrero”.
En Italia el PSI ya
no existe; su espacio y su organización han sido fagocitados desde su izquierda
por los herederos del PCI. El PD que gobierna actualmente de la mano de Renzi no
es en modo alguno una formación de la izquierda clásica, pero tampoco una
continuación con otro nombre de la vieja escuela socialdemócrata.
En Grecia, el PASOK
ha quedado reducido a una opción meramente marginal, y el KKE sigue en el mismo
lugar donde solía, en beneficio de una opción de izquierda conceptualmente
distinta. Syriza se encuentra en apuros gravísimos, y sus perspectivas de
supervivencia pasan por el apoyo de fuerzas amigas en el contexto del Sur
europeo. Pero gobierna, y los contratiempos sufridos no parecen haber
erosionado demasiado su posición hegemónica en el interior del país.
Grecia podría
encontrar ese aliado que busca, aunque con una debilidad estratégica parecida a
la suya ante el rodillo de las troikas, en Portugal, donde el PS lidera una
coalición de izquierdas en contra de las recomendaciones, admoniciones y amenazas
de las autoridades de Bruselas.
Pero Bruselas ya no
es lo que era. No ha sido el escandaloso castigo impuesto a Grecia lo que la ha
desestabilizado, sino su incapacidad para encauzar e integrar en el espacio
común la riada de refugiados procedente del oriente gracias al mismo efecto
llamada que tuvo en tiempos resultados tan excelentes en contra de los
regímenes socialistas. Europa ha dejado de ser un espacio de acogida, ahora lo
es de exclusión. El comisionado Tusk ha cerrado la puerta de malos modos a las
multitudes amontonadas en Idomeni y lugares parecidos. Es toda una etapa
política de inclusión y de integración paciente lo que se arroja por la borda,
cuando se devuelve sin contemplaciones a los refugiados al mar que los trajo.
Algo que debería resultar inaceptable desde los viejos pilares fundacionales de
la socialdemocracia, pero que está pasando en un silencio ominoso.
Por lo menos, así
ocurre en España. Y en este marco de coordenadas se plantea el dilema del PSOE.
Con los resultados electorales más bajos de su historia reciente, tiene aún la
opción de constituirse en centro de gravedad de un movimiento hacia la
izquierda, al modo de Portugal, y pelear por la reconstrucción de una Europa más
amable, aún posible. O bien, contribuir a paliar los destrozos de las políticas
neoliberales vigentes, a través de una gran coalición con la derecha.
Pero Europa ya no ofrece
seguridades; la Unión ya no es nuestra amiga, sino un entorno hostil en todos
los casos, ante todos los gobiernos posibles. Exigirá, como el mercader de
Venecia, su libra de carne. Y de preferencia, elegirá el corazón como presa. Lo demuestra el anuncio reciente de que también la Francia socialista se pliega a la imposición de reformas laborales que ni han sido solución ni han paliado la desigualdad en ninguno de los lugares donde se han aplicado.
Hay riesgos considerables
anejos a las dos vías posibles hoy para el PSOE; no hay modo de eliminarlos ni de soslayarlos en
una situación como la actual, de perfiles tan críticos. El camino que se abre a
la izquierda puede llevar a medio plazo a una refundación del partido centenario, a una
reconsideración general de sus expectativas, o a una convergencia paulatina con otras formaciones. El situado a la derecha lleva, a tiro fijo, a la irrelevancia, como
en Grecia y en Italia. Será la dirección colectiva – no magnifiquemos
los poderes que puede esgrimir el secretario general Pedro Sánchez – la que
decida, en un sentido o en otro.