Ayer pasé delante
de una librería y vi en el escaparate un libro de Stephen Greenblatt en cuya
portada aparecía media cara de Shakespeare. El título no me sonaba, pero entré
(es milagroso el “efecto llamada” que tienen las puertas abiertas, las luces y
los mostradores de novedades en primer plano, en las librerías organizadas con
criterios modernos), comprobé que se trataba de una traducción del Will in the World, lo compré y me lo
traje a casa preguntándome por qué diablos los editores le han plantado el
título “El espejo de un hombre”. Suele buscarse en el título un gancho de
ventas, pero difícilmente se me ocurre nada más anodino y despistante que ese
título. Si se quiso decir que Will fue el espejo de toda una época y de todo un
mundo, la frase tendría que estar construida al revés; el espejo de un hombre
es, todo lo más, un hombre delante de un espejo, algo que nos ocurre a todos
cada mañana.
De ahí pasé,
después de la lectura del prefacio, a un orden de ideas diferente. Greenblatt
considera a Shakespeare el más grande literato de todos los tiempos. Señala
además la gran coincidencia existente entre su criterio y el de muchísimas
otras personas. Ocurre así, en efecto, pero solo en el universo angloparlante.
Quienes no formamos parte de él, reconocemos sin titubeos el valor y la
grandeza de Shakespeare, pero somos mucho más remisos a darle la primacía.
La razón es
evidente, y me ayuda a expresarla una afirmación dudosa de Juan Luis Cebrián en
un artículo que publica esta mañana en su periódico: «Desde
su creación en seis días, el mundo se ha edificado a modo de relato, y los
narradores han sido instrumento primordial de su desarrollo.»
Vamos por partes. Ni el mundo se creó en seis
días, ni puede decirse que “se ha edificado”, ni los narradores han contribuido
en forma alguna a desarrollarlo. Cebrián está utilizando mitos y metáforas solo
admisibles como licencias poéticas.
Queda en pie, con todo, el fondo de su argumento: el mundo solo es comprensible
a través de la palabra, y la palabra depende de una estructura compleja que ordena
significantes y significados en distintas categorías relacionadas entre ellas.
Esa estructura es el lenguaje, y como hay infinitos lenguajes posibles, así hay
infinitas formas posibles de dar sentido a un mundo incomprensible a simple
vista.
Tendemos a dar especial consideración como el
trujimán más maravilloso, en esa operación de “dar sentido” al mundo que nos
rodea, al escritor que históricamente fue capaz de dar mayor proyección a la
lengua que utilizamos; mayor precisión, ambición, flexibilidad y riqueza de
matices; quien hizo madurar la lengua desde la tosquedad del habla primitiva, y colocó su obra como ejemplo y parangón para las
generaciones posteriores. Shakespeare representa todo eso para los
angloparlantes, Dante para los italianos, Cervantes para nosotros, y en Francia
la cuestión está mucho más indecisa, aunque autores como Racine, Montaigne y
Voltaire tienen buenas opciones en ese sentido.