Según la politóloga
italo-neoyorquina Nadia Urbinati, el deporte de competición y la política
democrática son falsos amigos. Es decir, existe una tendencia a concebir el
proceso electoral en las grandes democracias como una competición nebulosamente
deportiva seguida con entusiasmo por una masa anónima de telespectadores a los
que corresponde, en el día señalado, elegir el vencedor de la contienda con su papeleta
de voto (en breve plazo, con su voto electrónico, para mayor comodidad personal
del ciudadano y precisión añadida en el recuento). Algunas características de
la actual carrera por la nominación a la presidencia de Estados Unidos entre
Trump y Cruz de un lado, y Clinton y Sanders de otro, reflejan esta situación,
jaleada por los medios con un seguimiento exhaustivo y una exposición prácticamente
ininterrumpida de los líderes ante las cámaras. Los cuatro años que transcurren
entre fervor y fervor electorales son concebidos, desde esta óptica, como un
intervalo de sosería solo aliviado esporádicamente por atentados terroristas, declaraciones
de guerra, y bodas de príncipes de sangre con princesas del pueblo.
No hace falta decir
que esta concepción de la política desvirtúa gravemente la idea misma de la
democracia, que consiste en la participación y en la colaboración de todos en
la gestión de las cosas comunes. La idea misma de que la competición política
acabe con un vencedor y un vencido, es una deformación de la aspiración
democrática a que “todos” gobiernen, y el juego de mayorías y minorías no sea
un coto cerrado a cal y canto, sino que se mantenga abierto cada nuevo día para
acoger proyectos, ideas e iniciativas que el día anterior no existían. Esa idea
emblemática (y falsa) de la necesidad de vencedores y vencidos está también, lo
señalo de pasada, perjudicando la aparición de una solución al vacío de
gobierno en España. En lugar de recontar febrilmente votos probables y abstenciones
posibles, y de plantearse una y otra vez la pregunta de “¿quién gana?”, se deberían
centrar las negociaciones de las partes implicadas en las cosas que conviene
hacer durante los próximos cuatro años.
A la inversa, una
determinada idea de la política como fórmula y símbolo de un éxito que se
extiende más allá del ámbito que le es naturalmente propio, contamina las
esencias del deporte de competición. Se cuentan, y mucho, las medallas y los
podios en los campeonatos mundiales y en los juegos olímpicos. Suenan los
himnos y se alzan las banderas. Toda la escena del reparto de premios se
desarrolla en un tono cuasi religioso, y el telespectador tiende a transmutarse
en el/la atleta que luce los colores propios en la camiseta, de modo que no es
la excelencia atlética lo que admira, sino en todo caso la excelencia de los “suyos”.
El mecanismo favorece un culto a la personalidad similar al que se genera en
política. Gentes a quienes no interesan de forma particular las complejidades
de la natación sincronizada se sienten ofendidas en el centro mismo de su ser
por el hecho de que el equipo español no se haya clasificado para los juegos de
Río. Y ese resulta ser un fracaso nacional, no un traspié puntual de una decena
de chicas.
Lo cual genera un
rebote peculiar, que se corresponde con el fenómeno de la corrupción en
política. Los dirigentes deportivos (los Blatter, Platini, Villar, etc.) van a
parar a los mismos pasillos de los tribunales que los políticos; y las
sospechas de dopaje, de soborno de jueces o amaño de resultados, equivalen a
las trampas, las comisiones ilegales y las financiaciones en negro de los
círculos políticos. Las dos realidades, política y deporte, reflejan, como
espejos colocados en paralelo, una determinada religión del éxito a toda costa que
convoca una realidad idéntica siempre a sí misma y que se repite una y otra vez
hasta el infinito.