El Brexit ha dejado
de importar demasiado, ¿qué más da que Gran Bretaña se vaya a ir del todo de
Europa si ya, para la mayoría de los efectos, casi no está? En cuanto al
liderazgo de la señora Merkel como nueva Dama de Hierro de los destinos comunitarios,
después de unos inicios que prometían un rigor inflexible y una disciplina
prusiana, se deshilacha entre medidas que no se cumplen y recomendaciones que
caen en saco roto. No solo es un fracaso la política común; también lo es la
policía común. Los cazabombarderos belgas saldrán en misión salvífica a
bombardear al ISIS en Siria, cuando tienen al enemigo real acantonado en
Molenbeek.
Es la idea misma de
Europa, de una unión europea, lo que ha entrado en crisis en estos días. La
crisis había empezado por la moneda común, pero ahora la moneda común es casi el
único interés compartido, casi lo único que mantiene en pie el tinglado.
Permítaseme apuntar
que una Europa concebida desde los principios del neoliberalismo financiarizado
no tiene puñetero sentido. La lógica del egoísmo capitalista y del beneficio
privado se compadece mal con políticas dirigidas a la cohesión social, a la
compensación de las desigualdades de partida, y a la tutela escrupulosa de los
menos favorecidos. Una política así serviría de red de seguridad eficaz contra
el terrorismo de barriada, que es el realmente existente, y no una tenebrosa
conspiración mundial. Pero la receta que se elige es la de incrementar el
renglón del gasto militar y las hazañas bélicas, a sabiendas de que esa opción
repercutirá en nuevos recortes sociales en las barriadas del extrarradio de las
capitales europeas, donde la falta de oportunidades más absoluta hace que florezcan
juntos la miseria, el lumpen y el fanatismo suicida y homicida.
La última
ampliación de la Unión creó un espejismo de prosperidad publicitado en todo el
mundo con grandes ditirambos, pero que murió de éxito en 2008 con el anuncio de
la quiebra de Lehman Brothers. De paso, la idea peregrina de una gobernanza científica
infalible basada en los indicadores globales de los mercados ha resquebrajado
los fundamentos de la práctica de los estados participantes y hecho virar ciento
ochenta grados los presupuestos de sus políticas económicas. El objetivo último
ya no es la prosperidad de las personas, sino la contención de los
presupuestos; no la salud pública, sino el recorte en el gasto de la sanidad;
no la vivienda al alcance de los más humildes, sino la vivienda de los más
humildes como tema de especulación de los fondos buitre. Etcétera.
Esta etapa aciaga
de la historia de Europa está dirigida por una generación de dirigentes anodinos,
borrosos, dóciles a los estímulos que reciben de los círculos de las altas
finanzas. No Juncker ni Merkel, sino Draghi es hoy por hoy quien exhibe músculo
y capacidad de iniciativa en la Unión. La gestión del problema de los
refugiados llevada a cabo por Donald Tusk debería haber impuesto su recambio
fulminante, pero nadie en las esferas comunitarias parece incomodado por Tusk.
Obviamente, tampoco
desde las trincheras de las naciones se cuestiona este tipo de política común.
Todos callan y reman. Reman en la misma dirección probablemente, pero no es la
dirección de una Europa más grande y fortalecida, sino la del Grexit, el Brexit
y los demás “exits” en potencia. En una palabra, el retorno de cada cual a su
covachuela de origen.