Manuel Rivas, en “La
pereza del insulto” (El País Semanal), coloca una bonita cita de Eric
Jarosinski que resume las miserias concomitantes a nuestra nueva condición
postecnológica: «Lo de las redes sociales fue cuando nuestros amigos salieron
de nuestras vidas y se metieron en nuestros teléfonos.» Los amigos ciertamente,
y también los enemigos. Hoy, todo el mundo se da por ofendido o provocado a
través del móvil o la tableta. Las divergencias entre Piqué y Arbeloa se
dirimen por medio de tuits. En el estilo del “cualquiera tiempo pasado fue
mejor”, Rivas rememora los tiempos en que los insultos fueron un lujo elitista:
«Imaginémonos a Góngora y a Quevedo dándose caña móvil en mano.»
Ningún problema,
podemos imaginarlos. Como también a Poggio Bracciolini y Lorenzo Valla, dos
humanistas eminentes que se intercambiaron feroces insultos a mediados del
siglo XV y a los que ha dedicado un recuerdo en su blog, hace pocas fechas, José
Luis López Bulla.
El problema entre
Poggio y Valla parecía consistir en cuál de los dos escribía un latín más
elegante, y Valla llevaba seguramente ventaja en ese terreno; pero el trasfondo
era también la pelea por un empleo en la curia papal (una sinecura, es decir,
un empleo bien pagado y que implica una dedicación muy escasa). Además, las cosas
no quedaron ahí.
Valla había formado
parte de la corte napolitana del rey Alfonso V de Aragón. Su pluma florida
delineó un panegírico extenso del Trastámara, de carácter más imaginativo que
respetuoso con la verdad histórica, el Historiarum
Ferdinandis Regis Aragoniae Libri Tres; y a la misma época pertenece su
denuncia de que la “Declaración de Constantino”, un documento que se hacía
valer como prueba del derecho hereditario del Papado sobre el Imperio de
Occidente, era una falsificación burda. (El papa era por entonces enemigo acérrimo
del rey aragonés, y reclamaba como feudo propio el reino de Nápoles.) Eso demuestra
la capacidad del humanista para poner su pluma al servicio de las posiciones
políticas, pero no explica el golpe bajo dado a Poggio cuando éste, cincuentón,
desposó a la jovencísima Vaggia di Buondelmonti y Valla hizo correr el rumor de
que su enemigo había retirado de los tribunales florentinos la solicitud de
legitimación de cuatro hijos anteriores habidos con una amante. Supongo que era
cierto.
La venganza de
Poggio llegó con la publicación del diálogo De
Voluptate, por parte de Valla. Le acusó de herejía por seguir las ideas de
Epicuro, y eso a pesar de que el propio Poggio había rescatado del polvo y los
ácaros de una biblioteca abacial el manuscrito del De rerum natura de Tito Lucrecio Caro, el discípulo latino más
relevante de Epicuro.
Entre otros
argumentos, Poggio afeó a su rival haber sostenido que la prostitución era
superior a la virginidad. Constaba así en el diálogo de Valla, por boca de uno
de los personajes, que luego era refutado por otro; pero Poggio sostuvo que la
contradicción era solo un artificio para esconder las propias inclinaciones de
su rival. Supongo que era cierto también.
«Las manchas de tu
sacrílego discurso no se lavarán por medio de palabras, sino por el fuego, del
que espero que no te libres», finalizó Poggio su soflama con un alarde
hipócrita de virtud, él que había escrito años antes un tratado contra los
hipócritas.
Como en el caso de
Góngora y Quevedo, podemos imaginarlos muy bien lanzándose mutuamente rayos y
centellas a través del móvil. Incluso cabe imaginar que cada uno de ellos
tendría cientos de miles de seguidores en facebook. Pudo ser la Edad de Oro del
insulto.