miércoles, 30 de marzo de 2016

EL OFICIO DE TRADUCIR


Leo en Público un artículo de Juan Losa (1), en el que comenta un ensayo de Javier Calvo sobre el oficio de traducir. Me siento muy próximo a lo que dice Calvo sobre esta cuestión; o sea, que se trata de un trabajo que exige un esfuerzo mental intenso y continuo, y que está insuficientemente pagado, por lo general.
Preciso: una traducción bien hecha está, seguramente, mal pagada. Porque no es fácil traducir bien. En este asunto, como en tantos otros, existe una relación calidad/precio, que puede ser buena, mala o regular. Pero ningún editor paga más cuando constata la buena calidad del trabajo que le presenta un traductor: paga (cuando paga, que de todo hay por esos mundos) lo convenido según mercado, y ya está. Cuando la traducción es mala, pero no horrenda, paga exactamente lo mismo y pide a un corrector de estilo que mejore el resultado. El corrector percibe por folio bastante menos de la mitad de lo que ha cobrado el traductor, y no se le reconoce ningún derecho de autoría. Desde esas premisas, es lógico suponer que la calidad del resultado no se habrá elevado gran cosa después del paso de su bolígrafo por el original defectuoso.
Es una necedad hablar de la «conciencia trágica de que traducir un libro significa, en mayor o menor medida, acabar con él.» Más todavía, postular con Thomas Bernhard que un libro traducido es un cadáver irreconocible. Bernhard estaba siempre enfadado con todo el mundo, de manera que nadie debe hacerle mucho caso cuando se entrega a sus furibundas rajadas. Que, por cierto, yo he leído siempre traducidas. Eso debería significar algo, sumado al hecho de que prácticamente nadie lee en su idioma original el libro de los libros, el mayor best seller de la historia de la humanidad, la Biblia. Desde los presupuestos de Bernhard, no estaríamos situados en la sociedad de la comunicación, sino de la incomunicación. Es obvio que no ocurre así, y que la traducción se configura como un elemento imprescindible, y en parte ya automático, de nuestra forma de percibir y abarcar el mundo que nos rodea.
Señala Javier Calvo que la traducción es «la mejor escuela retórica y técnica que pueda haber». Coincido con él, y lo aplaudo. Traducir requiere un gran amor a la lengua y un esfuerzo continuo por verter un contenido valioso en un molde no previsto para él. Por supuesto, se trata de un esfuerzo creativo. Por supuesto, hay que aprender a traducir, no es algo que se pueda improvisar a partir de unas dotes naturales.
Porque no se trata de trasponer cada palabra, cada giro sintáctico, a sus equivalentes en una lengua distinta. Esa sí sería una tarea imposible: no existen equivalencias absolutas entre dos lenguas. Incluso, dentro de una misma lengua, hay muchas formas distintas de decir la misma cosa. En el lenguaje poético de Juan de Mairena, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa podía expresarse con la frase: “lo que pasa en la calle”. Y prueben a darle a un traductor automático poco sofisticado, para traducir en el idioma que prefieran, la frase: «Prohibido hacer aguas mayores y menores debajo de la puente.»
Cada “forma de decir” en una lengua supone una elección de la “forma de traducir” a otra distinta. La traducción exige una labor conceptual y un esfuerzo de aclaración del pensamiento del autor, en beneficio del lector, que pertenece a una esfera lingüística y cultural distinta de la de aquél. Al margen del pago que reciba el traductor por su trabajo, se sentirá satisfecho de sí mismo si considera que ha logrado el equilibrio adecuado en el tono, en el ritmo, en el nivel retórico desde el que se expresó el autor lejano; si se siente razonablemente seguro de que el lector va a recibir un mensaje, elaborado por él, más o menos equivalente en todos los aspectos al original.
Podrá el traductor ser, o no, un escritor frustrado, eso no hace al caso. Lo importante para sí mismo y para sus lectores es que ejerza su oficio con tino y con discreción.