Leo en Público un
artículo de Juan Losa (1), en el que comenta un ensayo de Javier Calvo sobre el
oficio de traducir. Me siento muy próximo a lo que dice Calvo sobre esta
cuestión; o sea, que se trata de un trabajo que exige un esfuerzo mental
intenso y continuo, y que está insuficientemente pagado, por lo general.
Preciso: una
traducción bien hecha está, seguramente, mal pagada. Porque no es fácil
traducir bien. En este asunto, como en tantos otros, existe una relación
calidad/precio, que puede ser buena, mala o regular. Pero ningún editor paga
más cuando constata la buena calidad del trabajo que le presenta un traductor:
paga (cuando paga, que de todo hay por esos mundos) lo convenido según mercado,
y ya está. Cuando la traducción es mala, pero no horrenda, paga exactamente lo
mismo y pide a un corrector de estilo que mejore el resultado. El corrector
percibe por folio bastante menos de la mitad de lo que ha cobrado el traductor,
y no se le reconoce ningún derecho de autoría. Desde esas premisas, es lógico
suponer que la calidad del resultado no se habrá elevado gran cosa después del
paso de su bolígrafo por el original defectuoso.
Es una necedad
hablar de la «conciencia trágica de que traducir un libro significa, en mayor o
menor medida, acabar con él.» Más todavía, postular con Thomas Bernhard que un
libro traducido es un cadáver irreconocible. Bernhard estaba siempre enfadado
con todo el mundo, de manera que nadie debe hacerle mucho caso cuando se entrega
a sus furibundas rajadas. Que, por cierto, yo he leído siempre traducidas. Eso
debería significar algo, sumado al hecho de que prácticamente nadie lee en su
idioma original el libro de los libros, el mayor best seller de la historia de
la humanidad, la Biblia. Desde los presupuestos de Bernhard, no estaríamos
situados en la sociedad de la comunicación, sino de la incomunicación. Es obvio
que no ocurre así, y que la traducción se configura como un elemento
imprescindible, y en parte ya automático, de nuestra forma de percibir y abarcar
el mundo que nos rodea.
Señala Javier Calvo
que la traducción es «la mejor escuela retórica y técnica que pueda haber».
Coincido con él, y lo aplaudo. Traducir requiere un gran amor a la lengua y un
esfuerzo continuo por verter un contenido valioso en un molde no previsto para
él. Por supuesto, se trata de un esfuerzo creativo. Por supuesto, hay que
aprender a traducir, no es algo que se pueda improvisar a partir de unas dotes
naturales.
Porque no se trata
de trasponer cada palabra, cada giro sintáctico, a sus equivalentes en una
lengua distinta. Esa sí sería una tarea imposible: no existen equivalencias
absolutas entre dos lenguas. Incluso, dentro de una misma lengua, hay muchas
formas distintas de decir la misma cosa. En el lenguaje poético de Juan de
Mairena, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa podía expresarse
con la frase: “lo que pasa en la calle”. Y prueben a darle a un traductor
automático poco sofisticado, para traducir en el idioma que prefieran, la
frase: «Prohibido hacer aguas mayores y menores debajo de la puente.»
Cada “forma de
decir” en una lengua supone una elección de la “forma de traducir” a otra
distinta. La traducción exige una labor conceptual y un esfuerzo de aclaración
del pensamiento del autor, en beneficio del lector, que pertenece a una esfera lingüística
y cultural distinta de la de aquél. Al margen del pago que reciba el traductor
por su trabajo, se sentirá satisfecho de sí mismo si considera que ha logrado
el equilibrio adecuado en el tono, en el ritmo, en el nivel retórico desde el
que se expresó el autor lejano; si se siente razonablemente seguro de que el
lector va a recibir un mensaje, elaborado por él, más o menos equivalente en
todos los aspectos al original.
Podrá el traductor
ser, o no, un escritor frustrado, eso no hace al caso. Lo importante para sí
mismo y para sus lectores es que ejerza su oficio con tino y con discreción.