Una de las
dificultades sobreañadidas que está teniendo que soportar el sindicalismo en el
nuevo paradigma de funcionamiento de la empresa es el hecho de que sigue
anclado en una reglamentación jurídica precisa y taxativa de carácter nacional
(buena, mala o pésima, que ese es otro cantar), en tanto que las estrategias empresariales
encuentran acomodo preferente en un derecho plural, movible, flexible y en los
mejores casos a la carta, es decir, con posibilidad de escoger el derecho
aplicable y el que no lo es.
Eso significa, en
el caso más extremo, que una empresa transnacional que opera en España y extrae
de aquí rentas y beneficios, reclamará para los sindicalistas que han dirigido
una huelga todo el peso de la ley mordaza española, y en cambio en cuestiones
fiscales se acogerá a la legislación, ampliamente permisiva en estos aspectos, de
las islas Barbados, adonde ha ido a ubicar su sede social a efectos simplemente
virtuales.
He dicho el caso
más extremo; no el único, ni el más frecuente. Se comete a menudo el error de
pensar que el nuevo modo de funcionar las cosas afecta solo a empresas muy
ricas, con tentáculos en las cinco partes del planeta. La globalización lo
permea todo, de arriba abajo. Se comporta como Don Juan Tenorio, el cual se
jactaba, como es sabido, de que «yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los
claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí.»
Hay dos mecanismos
principales de orden jurídico, que extienden a todos los acimuts esta nueva
percepción de la empresa.
El primer mecanismo
es el de la externalización, estudiado entre nosotros por el magistrado del TSJ
de Catalunya Miquel Falguera i Baró (La
externalización y sus límites, Ed. Bomarzo 2015). Partes cada vez más
sustanciales del proceso productivo de una empresa son delegadas a otras
empresas, a colectivos diversos (grupos multiservicios, gabinetes de asesoramiento,
etc.) y a autónomos, bien falsos (en realidad, dependientes de la empresa, que
los contrata bajo una luz jurídica ficticia), o bien auténticos. El resultado
es, por una parte, que en un mismo centro de trabajo se encuentra a personas
con distintos estatus jurídicos en relación con la empresa en la que prestan
sus servicios, encuadrados en empresas diferentes, de diferentes ramas de la
producción y los servicios, y con convenios colectivos diferentes también. Un
galimatías que provoca dificultades extraordinarias para la acción sindical,
cuando en teoría cada sindicato confederal y cada federación de un mismo
sindicato debería organizar y pelear por los “suyos”.
Por otra parte, el
alejamiento geográfico entre los stakeholders
implicados en las distintas fases de elaboración de un mismo producto final
hace casi imposible el control sindical del conjunto de todos ellos. El
problema no son en este caso las nuevas tecnologías y la invasión de la
robótica en los procesos productivos; sino que una parte de la confección de
unos pantalones tejanos de marca puede estar llevándose a cabo en Dacca, y otra
parte en talleres clandestinos de Mataró. Es otra cara de la globalización, y
tiene que ver con largas jornadas, condiciones deficientes de trabajo y
salarios míseros; lo que se reclama con la reivindicación genérica de “trabajo
decente”. El trabajo real no falta en nuestra época; ha emigrado a lugares
donde la pauperización extrema de la población permite que sea considerado como
una bendición un trabajo extenuante y pagado a un precio misérrimo. Se produce a
precios de Camboya o de Bangladesh, y se vende el resultado a precios de Via
Veneto, rue Rivoli, Oxford Street o Paseo de Gracia.
«No lo he inventado
yo, son precios de mercado», se justifican nuestros emprendedores. Sigue en pie
el mito del mercado como un gran mecanismo regulador que ajusta de forma
automática la oferta y la demanda concurrentes. Pero la igualdad entre los distintos
sujetos económicos que presuponía Adam Smith es hoy un bulo. Todos los días se
está trabajando con firmeza y perseverancia en la estipulación de condiciones
diferentes, auténticos privilegios, para unos operadores económicos respecto de
otros. Y aquí aparece el segundo gran mecanismo al que he aludido antes: la
privatización del derecho aplicable a cada caso, y su amoldamiento a las
conveniencias de quienes lo construyen. Un ejemplo claro y actual: la
negociación del TTIP. Quienes pueden imponer condiciones no se acomodan a la
igualdad de oportunidades; quieren pactar fuera del derecho positivo de los
estados mejores condiciones para ellos, basándose
en el simple hecho de que, al ser más poderosos, cuentan también con
instrumentos más eficaces de represalia.
El paradigma actual
implica, no la igualdad, sino la desigualdad de las partes, tanto desde la
oferta como desde la demanda, en el mercado global. Se trabaja en red, pero la
red tiene puntos fuertes y débiles, unos capaces de imponer condiciones, otros
solo de soportarlas. Se externaliza la producción de las empresas, pero sin
fair play entre ellas. Aquí la legislación a la carta tiene un matiz distinto
del mencionado antes: las empresas que pueden hacerlo no eligen el ordenamiento
jurídico que más les conviene entre los existentes, sino que privatizan el
derecho aplicable mediante el establecimiento de pactos internos no
extrapolables, lo que se conoce como softlaw,
“derecho blando”.
Que no es “blando”
en absoluto, por más que se plantee como un régimen jurídico privado para
soslayar la “dureza” de las legislaciones de carácter estatal. Dos normas de
este tipo, cuya vigencia se extiende cada vez más en la esfera global de los
negocios, son la Responsabilidad Social de las Empresas y las normas de
conformidad (compliance, en su
versión anglosajona). La RSE funciona a menudo como una responsabilidad “limitada”
o paliativa. La tragedia de Rana Plaza, en Dacca, donde se hundió el 24 de
abril de 2013 un inmueble dedicado a usos industriales, con el resultado de más
de mil víctimas mortales y más de dos mil heridas de diversa consideración, muy
mayoritariamente mujeres, obligó a una reconsideración general de los temas del
poder (concentrado) y la responsabilidad (difusa) de las empresas. La vía de
solución se encontró en la adopción voluntaria y discrecional de medidas de
control de las condiciones de trabajo, seguridad e higiene, etc., y compromisos
también voluntarios de promoción de los trabajadores “externalizados” implicados.
El defecto de la RSE está en el hecho de que la empresa matriz elude el sometimiento
a la responsabilidad penal en la que ha incurrido su subsidiaria, y solo accede
a paliar las consecuencias trágicas de descuidos u omisiones de carácter
delictivo.
El mismo carácter desigual
se deduce de las normas de compliance o conformidad a un código ético que muchas
empresas transnacionales imponen a sus colaboradoras en el momento de
externalizar procesos productivos. Stefano Manacorda (“La dynamique des
programmes de conformité des entreprises”, en VVAA, L’entreprise dans un monde sans frontières, Dalloz 2015), que ha
estudiado con detenimiento este tipo de programas «de origen extra-jurídico y
de naturaleza interdisciplinar», llega a la conclusión de que no se trata tanto
de una autorregulación entre partes iguales y libres, como de una especie de
«derecho imperial», por el que la parte que ostenta el poder en la negociación
impone a la contraparte toda una serie de condiciones y de regulaciones acerca
de cómo ha de cumplir la función subordinada que se le asigna. La vulneración
de dichos compromisos de la contraparte implica penalizaciones que pueden
llegar a ser muy onerosas, aparte de la principal y más dura de todas, la
cancelación del contrato.
Las consecuencias
de esta situación para el sindicalismo son evidentes. Si la parte en la que se
asienta el mayor poder se desprende en cambio de la responsabilidad por
ejercerlo, la “externaliza”, los mecanismos de reclamación y de reposición en
los derechos lesionados quedan falseados de modo irreversible. Lo único que
quedará al alcance del reclamante será un paliativo, una compensación
insuficiente.
La noticia peor en
este entramado es que la presión de los poderosos está llevando a los
legisladores estatales a reconocer de
facto este estado de cosas y recortar de forma drástica tanto los derechos de
los trabajadores como los medios de acción de los sindicatos. Las reformas de
Zapatero y Rajoy se postularon como adelantadas en este terreno en la Europa
comunitaria; hoy vemos como llegan de la mano de Manuel Valls a la vecina
Francia, desde siempre un bastión de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Quizá nos
equivocamos al pensar aquello de que “siempre nos quedará París”.