Y si no, lo fue el
filósofo Anaxágoras de Clazómenas, que fue su asesor principal. Plutarco, a
quien tengo por fuente de esta chuchería, cuenta una anécdota conmovedora de
los dos. Andaba tan ocupado Pericles con los graves asuntos políticos de la
ciudad de Atenas que descuidó a su consejero, el cual no poseía medios de fortuna
propios. Reducido a vivir del aire, Anaxágoras, antes que pedir ayuda a su
poderoso protector, se tendió en un rincón y se cubrió la cabeza, señal que entre
los atenienses tenía el significado de que se esperaba la muerte. Alguien contó
el caso a Pericles, que corrió sobresaltado al lado de su amigo y le rogó que
no se dejara morir, porque sus prudentes consejos eran la luz que inspiraba todos
sus actos, y sin ellos quedaría a oscuras. Después de hacerse de rogar un rato,
Anaxágoras se descubrió por fin y le respondió: «Pericles, los que necesitan
una lámpara le echan aceite.»
Vamos al tema
keynesiano. Pasaba Atenas, después de las victorias sobre los persas, por un
mal momento: exceso de población (para la guerra se habían juntado en la ciudad
todos los brazos disponibles) y almacenes de grano vacíos. Pericles inició una
política de expansión enviando hombres “de buena edad y robustos”, en expresión
de Plutarco, al Quersoneso, a la Tracia, a Naxos y a Italia. Respecto de la «muchedumbre
no llamada a filas y obrera», la empleó en grandes proyectos de obras sufragadas
con el erario público. «Porque había la materia prima: piedra, bronce, marfil,
oro, ébano, ciprés; trabajaban en ella y le daban forma los carpinteros,
vaciadores, fundidores, canteros, teñidores de oro, ablandadores de marfil,
pintores, esmaltadores y torneros; además, en proveer de estas cosas y
portearlas entendían los mercaderes y pilotos en el mar, y en tierra, los
constructores de carros, arrieros, carreteros, cordeleros, lineros,
guarnicioneros, constructores de caminos y mineros; y como cada arte, a la
manera de cada general su brigada, mantenía en formación su propia muchedumbre
de simples peones, viniendo a ser como el instrumento y cuerpo de su peculiar
ministerio, a toda edad y naturaleza, para decirlo así, repartían y distribuían
sus exigencias el bienestar y la abundancia.» (Plutarco, “Vida de Pericles”, en
Vidas paralelas, José Janés editor,
Barcelona 1945, traducción de don Antonio Ranz Romanillos; procede el volumen
de la biblioteca de mi padre.)
Así se levantaron
en un tiempo asombrosamente corto el Partenón, los Propíleos, el Odeón, la
llamada “muralla larga” entre Atenas y el puerto del Pireo, y otras obras
memorables. El partido aristocrático se opuso a tal despilfarro de los caudales
públicos, logró detener momentáneamente las obras y propuso la expulsión de
Pericles de la ciudad. El gobernante replicó en el Areópago que estaba dispuesto
a sufragar él mismo todos los proyectos, sin tocar los haberes públicos, pero
que en tal caso los monumentos habían de ser de su propiedad particular, y no
de la ciudad. La solución pareció satisfactoria a los aristócratas ociosos pero
no a los obreros, que se enorgullecían de su propia participación activa en
aquellas mejoras ciudadanas. De modo que, llegado el momento de someter a
Pericles al ostracismo, salió airoso de la votación y el condenado a exiliarse
fue su rival Tucídides (no el historiador sino el político del mismo nombre,
jefe del partido aristocrático).
Me parece
refrescante leer una historia así en los tiempos que corren.