Cuando llega la
semana santa, me vuelve el recuerdo de Gabriel y Galán. Las nuevas generaciones
han gozado, eso es indiscutible, de ventajas que los de mi quinta nunca
tuvimos. No es una de las menores el hecho de que los poemas de don José María
hayan quedado más o menos sepultados bajo profundas capas de olvido. En aquel
entonces, los dómines nos hacían analizar sintácticamente en clase estrofas de “Mi
vaquerillo”. Y todavía dábamos las gracias, porque si el profesor tenía un día
atravesado podía colocarnos algo de Quevedo, y aquello sí que era un palo. A
ver dónde encuentras el sujeto, el verbo y los complementos en un cuarteto como
este: «Mas no desotra parte en la ribera
dejaré la memoria en donde ardía, nadar sabe mi llama el agua fría y perder el
respeto a ley severa.» Un galimatías.
Mi padre decía que
Gabriel y Galán era mal poeta, y yo le creí a pies juntillas, pero una de sus
composiciones me produjo una gran impresión. Ocurría durante una procesión de
semana santa de pueblo, y un rapaz, en un rapto vandálico de justicia poética,
descabezaba de una pedrada al sayón que flagelaba a Jesús. Aquella gamberrada
inconcebible recibía toda clase de alabanzas y gorgoritos por parte del poeta: «Cuántas veces he llorado recordando la
grandeza de aquel hecho inusitado que una sublime nobleza inspiróle a un pecho
honrado.» Por recibir parabienes semejantes me veía yo capaz de volar la
cabezota de cartón, no ya de un sayón (fuera ello lo que fuere, en esa cuestión
mis ideas no estaban muy claras), sino incluso de un centurión romano con casco
y coraza.
Gabriel y Galán era
un muermo, conformes. Pero su novedoso punto de vista en relación con las
procesiones de semana santa en nuestra torturada geografía patria pondría un
punto de originalidad y de emoción a unos festejos que adolecen de una
monotonía previsible, por culpa de una rutina secular que ya va quedando
desfasada en nuestra trepidante sociedad de consumo.