domingo, 20 de marzo de 2016

EL MUNDO CONCEBIDO COMO UNA EMPRESA


François Hollande ha dado dos justificaciones para la reforma laboral que plantea en Francia el gobierno de Manuel Valls: la primera, que se trata de adaptar el derecho laboral a las necesidades de las empresas; la segunda, que se pretende favorecer el empleo.
No se puede tachar de ingenuidad al presidente francés. Las repetidas experiencias de la desregulación han mostrado cuáles son sus efectos en el empleo: más precario, peor pagado y ni siquiera cuantitativamente mayor. Las estadísticas indican además que la población asalariada de las sociedades postindustriales avanzadas está más enferma (de estrés, de depresión, de angustia) desde la puesta a punto de las reformas laborales en tantos países como han querido favorecer el empleo. Y en definitiva, las cotas de desempleo tampoco se han corregido. Ahora que Francia emprende el mismo camino transitado ya por otros países, incluido el nuestro, no puede alegar ignorancia de lo que está ocurriendo a su alrededor.
Pero es curioso ese otro alegato: el derecho laboral “debe ajustarse a las necesidades de las empresas.”
¿De las empresas, o de los empresarios? La empresa solía verse en tiempos como un colectivo, un grupo humano heterogéneo pero unido por un propósito (una “empresa”) común. El capitalista arriesgaba su patrimonio, los técnicos desplegaban sus saberes para multiplicar la eficiencia de las máquinas, y los operarios manuales realizaban esfuerzos hercúleos para conseguir un producto final que, en cantidad y calidad, los enorgullecía a todos. El beneficio obtenido se distribuía entre ellos de forma muy desigual, pero los más desfavorecidos adquirían con su contrato de trabajo el derecho a recibir un salario indirecto en forma de ventajas sociales: salud, vivienda, protección familiar, promoción a través de becas de estudio u otras ayudas.
Hubo un momento histórico en el que el Estado-nación llegó a ser concebido como una organización susceptible de comportarse como una inmensa empresa en la que cada cual ocupaba su lugar y asumía su responsabilidad. En las constituciones, los estados se definían como “repúblicas de trabajadores”. Voces autorizadas desde la izquierda y desde la derecha utilizaban el mismo símil. Mussolini demandaba una Italia en la que los ferrocarriles fueran puntuales, mientras Gramsci especulaba con la libertad mental que desarrolla el obrero sometido a un trabajo manual monótono y repetitivo, sacrificando el presente por un futuro más alto y satisfactorio. Lenin puso la organización científica del trabajo en la base de un Estado socialista cuyos éxitos habían de centrarse en el desarrollo planificado centralmente de las fuerzas productivas, hasta llegar a subvenir a las necesidades de todo tipo de la sociedad.
Aquella panorámica grandiosa se reveló como pura ideología en el peor sentido de la palabra. Y andando el tiempo, la lógica de un trabajo público y comunitario acabó por ceder ante la inercia del lucro privado como motor principal de una economía “libre”. El empresario privado o privadopúblico no había sido nunca un filántropo, pero en las condiciones actuales se manifiestan sin tapujos su egoísmo crudo y su falta de escrúpulos en la explotación del esfuerzo ajeno.
El derecho laboral nació como una forma de reequilibrar una desigualdad de partida, de regular los abusos de la parte dominante sobre la parte subordinada, en las relaciones centradas en la actividad económica. La comisión repetida de grandes crímenes industriales, en las minas, en los ferrocarriles, en las obras públicas, en las fábricas, llevó a la conciencia del legislador la necesidad de regular la codicia desaforada del capital, que sometía la naturaleza a la ley de la rapiña, y el trabajo a una esclavitud sin perspectivas.
Ese ha sido desde siempre el objeto del iuslaboralismo. Extraña que ahora se lo quiera recortar para someterlo a las “necesidades” corporativas de los dadores de empleo. Extraña que vuelva a cubrirse a estos con la túnica impoluta de los filántropos; que se considere de nuevo, y a pesar de todos los precedentes, que la mayor riqueza y felicidad de los accionistas va a repercutir en la mayor riqueza y felicidad de la sociedad en su conjunto.
Volvemos a encontrarnos hoy en presencia de una construcción ideológica, de una tosquedad y una zafiedad considerables. El mundo no va a revestir la forma exterior de una empresa, por lo menos de una empresa realmente existente. Y es la empresa, con su espeso entramado interno de relaciones, lo que es necesario reformar con urgencia; no, de ninguna manera, el derecho laboral.