François Hollande ha
dado dos justificaciones para la reforma laboral que plantea en Francia el
gobierno de Manuel Valls: la primera, que se trata de adaptar el derecho
laboral a las necesidades de las empresas; la segunda, que se pretende
favorecer el empleo.
No se puede tachar
de ingenuidad al presidente francés. Las repetidas experiencias de la
desregulación han mostrado cuáles son sus efectos en el empleo: más precario,
peor pagado y ni siquiera cuantitativamente mayor. Las estadísticas indican además
que la población asalariada de las sociedades postindustriales avanzadas está
más enferma (de estrés, de depresión, de angustia) desde la puesta a punto de las
reformas laborales en tantos países como han querido favorecer el empleo. Y en
definitiva, las cotas de desempleo tampoco se han corregido. Ahora que Francia
emprende el mismo camino transitado ya por otros países, incluido el nuestro,
no puede alegar ignorancia de lo que está ocurriendo a su alrededor.
Pero es curioso ese
otro alegato: el derecho laboral “debe ajustarse a las necesidades de las
empresas.”
¿De las empresas, o
de los empresarios? La empresa solía verse en tiempos como un colectivo, un
grupo humano heterogéneo pero unido por un propósito (una “empresa”) común. El
capitalista arriesgaba su patrimonio, los técnicos desplegaban sus saberes para
multiplicar la eficiencia de las máquinas, y los operarios manuales realizaban
esfuerzos hercúleos para conseguir un producto final que, en cantidad y
calidad, los enorgullecía a todos. El beneficio obtenido se distribuía entre ellos
de forma muy desigual, pero los más desfavorecidos adquirían con su contrato de
trabajo el derecho a recibir un salario indirecto en forma de ventajas
sociales: salud, vivienda, protección familiar, promoción a través de becas de
estudio u otras ayudas.
Hubo un momento
histórico en el que el Estado-nación llegó a ser concebido como una
organización susceptible de comportarse como una inmensa empresa en la que cada
cual ocupaba su lugar y asumía su responsabilidad. En las constituciones, los
estados se definían como “repúblicas de trabajadores”. Voces autorizadas desde
la izquierda y desde la derecha utilizaban el mismo símil. Mussolini demandaba
una Italia en la que los ferrocarriles fueran puntuales, mientras Gramsci especulaba
con la libertad mental que desarrolla el obrero sometido a un trabajo manual
monótono y repetitivo, sacrificando el presente por un futuro más alto y
satisfactorio. Lenin puso la organización científica del trabajo en la base de
un Estado socialista cuyos éxitos habían de centrarse en el desarrollo planificado
centralmente de las fuerzas productivas, hasta llegar a subvenir a las
necesidades de todo tipo de la sociedad.
Aquella panorámica
grandiosa se reveló como pura ideología en el peor sentido de la palabra. Y
andando el tiempo, la lógica de un trabajo público y comunitario acabó por ceder
ante la inercia del lucro privado como motor principal de una economía “libre”.
El empresario privado o privadopúblico no había sido nunca un filántropo, pero
en las condiciones actuales se manifiestan sin tapujos su egoísmo crudo y su
falta de escrúpulos en la explotación del esfuerzo ajeno.
El derecho laboral
nació como una forma de reequilibrar una desigualdad de partida, de regular los abusos de la parte dominante sobre la parte
subordinada, en las relaciones centradas en la actividad económica. La comisión
repetida de grandes crímenes industriales, en las minas, en los ferrocarriles,
en las obras públicas, en las fábricas, llevó a la conciencia del legislador la necesidad de regular la codicia desaforada del capital, que sometía la
naturaleza a la ley de la rapiña, y el trabajo a una esclavitud sin perspectivas.
Ese ha sido desde
siempre el objeto del iuslaboralismo. Extraña que ahora se lo quiera recortar
para someterlo a las “necesidades” corporativas de los dadores de empleo.
Extraña que vuelva a cubrirse a estos con la túnica impoluta de los
filántropos; que se considere de nuevo, y a pesar de todos los precedentes, que
la mayor riqueza y felicidad de los accionistas va a repercutir en la mayor
riqueza y felicidad de la sociedad en su conjunto.
Volvemos a
encontrarnos hoy en presencia de una construcción ideológica, de una tosquedad
y una zafiedad considerables. El mundo no va a revestir la forma exterior de
una empresa, por lo menos de una empresa realmente existente. Y es la empresa,
con su espeso entramado interno de relaciones, lo que es necesario reformar con
urgencia; no, de ninguna manera, el derecho laboral.