Tal y como era de
temer, el principio de la especulación extrema ha traspasado las fronteras del
reino de las finanzas globales y se ha extendido en mancha de aceite por otros
terrenos que en principio parecían compartimientos estancos inmunes al
contagio. Uno de ellos es el fútbol, tal y como se ha demostrado en la última
Eurocup. Uno tras otro los partidos concluían empatados a cero, y en la mayor
parte de los casos también las prórrogas resultaban estériles, de modo que
ambos contendientes dejaban al azar de los lanzamientos de penalti la suerte de
la clasificación.
No es tema de una
gran importancia, pero sí lo es que el mismo riesgo especulativo, el mismo no
hacer los deberes cuando procede y fiar el resultado al azar de un evento
incierto, se ha dejado sentir en el campo de la política. Y por la puerta
grande. Nada menos que en la madre patria de la política pragmática, la Gran Bretaña,
en la que en tiempos imperiales nada se dejaba al azar (la gestión diplomática
era reforzada por la cañonera, al modo de los clásicos palo y zanahoria), y con
un asunto de primer orden: la pertenencia o no al bloque de la Unión Europea.
David Cameron no ha
inventado nada, tenía delante de los ojos el ejemplo que necesitaba para su
brujería: Artur Mas. En los dos casos se ha dado el mismo órdago a la autoridad
superior, el mismo amago de golpe, no para dar sino para obtener un beneficio
sustancioso por amenaza interpuesta. En el caso de Mas, frente al Estado
español; en el de Cameron, frente a la Unión Europea. Los dos proponían un
referéndum para perderlo y lucrarse con las compensaciones ofrecidas en una
campaña tensa, conflictiva y trufada con grandes dosis de demagogia por ambas
partes.
La característica
de los especuladores globales (los bancarios en primer lugar, sus aprendices de
brujo después) es asumir en primera persona el riesgo de otros. Personalmente
no arriesgan nada; las ingenierías financieras les han permitido colocar sus
propias inversiones a buen resguardo, tal vez en paraísos fiscales; cuando se
lanzan al todo o nada, lo hacen jugándose el capital (dinerario, sentimental,
político) de otras personas, y con total conciencia de que, de una manera u
otra, estas últimas acabarán por perderlo en todos los casos posibles. Ellos,
por su parte, están situados del otro lado de la barrera de seguridad.
Lo asombroso ha
sido la falta de cobertura de un riesgo tan enorme en una jugada tan azarosa como
era el referéndum del Brexit. Una y otra parte clamaron en contra de la UE:
«Europa nos roba.» Se airearon por una y otra parte datos falseados de la
contribución británica a la prosperidad europea. Unos reclamaron la salida por
dignidad, y otros la permanencia con condiciones severas. Todos contaban con un
único resultado posible del referéndum. Wolfgang Streeck lo ha señalado de
pasada con una frase feliz: el gobierno carecía de un plan B, y los partidarios
del Brexit nunca tuvieron un plan A.
Tanto se manipuló a
la opinión que la opinión decidió el No a Europa. Desde el día siguiente, se
empezó a pedir a gritos una rectificación. Por el camino quedó la carrera
política truncada de Jo Cox, muerta en un acto de campaña en Leeds, como
demostración de que los excesos de demagogia nunca son inocentes, que traen
consecuencias reales e irreversibles. Nadie, que yo sepa, ha asumido las culpas por
ese crimen idiota.