El maestro José
Luis López Bulla ha esbozado en su blog algunos principios que deberían
presidir la renovación de la práctica sindical y, de rebote, de la práctica
patronal en nuestro país (1). Un nuevo marco de relaciones, expresado de otra
manera, que dependería de la voluntad de las partes. Sabemos, por lo demás, que
la voluntad colectiva de renovación de nuestra gran patronal es nula: la CEOE
marcha en pie de guerra por la senda de la desregulación y de la consideración
del conjunto asalariado como un magma abstracto, intercambiable, flexible y
manipulable. Añádase a los cuatro adjetivos el adverbio “infinitamente”
(infinitamente abstracto, infinitamente intercambiable, etc.). Esta tendencia irreprimible
al abuso de posición dominante por parte de nuestro empresariado, combinada con
la luz verde que le han dado los últimos gobiernos en la temática laboral, es
una dificultad añadida para el desarrollo de una práctica sindical consecuente
y eficaz. El único aliado que encuentra hoy el sindicalista en su misión es el colectivo
de jueces laboralistas, en su mayoría honorablemente empeñados en hacer cumplir
las leyes manifiestamente mejorables que regulan estas cuestiones, en lugar de favorecer
el salto de mata que proponen las autoridades (recuérdense las palabras de
Fátima Báñez sobre su temor a los hombres de negro).
Estamos, pues, ante
un compromiso arduo. Renovar la negociación colectiva va a exigir al sindicato incluir
en el paquete de lo negociable contenidos y temas nuevos, pero además formas de
relación, de presión y de negociación inéditas.
Entre los
contenidos, está el tema muy elemental de la fijación estricta de las
condiciones de la prestación laboral y su remuneración, sujetas desde hace
tiempo a un deterioro sensible. Se contrata una jornada de cuatro horas que se
convierte de pronto en otra de doce sin afectar al salario, que sigue siendo el
mismo, cuando se cobra, que no suele ser con la puntualidad que se exige a la contraparte.
El listado de tareas a que compromete el contrato (incluso cuando está escrito
y registrado, no hablemos ya de la patología de los contratos verbales que no
abarcan nada y lo abarcan todo) se extiende a cualquier otra tarea no prevista,
según las necesidades puntuales del empleador o su soberano capricho. Los
requisitos mínimos del lugar de trabajo, de la seguridad e higiene, de las
pausas y los descansos, o no se acuerdan o no se cumplen. La pequeña empresa es
el reino de la arbitrariedad y la improvisación; la gran empresa, el de la
vigilancia y la coacción; en ambas situaciones, la iniciativa del trabajador no
posee ningún valor ni cuenta como un activo aprovechable para la tan deseada
competitividad. Estoy definiendo una regla que tiene excepciones muy numerosas,
pero la regla es esa.
Un 70% de los
activos laborales jóvenes del país son trabajadores precarios, sin fijeza en su puesto
de trabajo. Sin fijeza, no existe en principio derecho a la negociación; se
entiende que el contratado eventual se encuentra una situación transitoria,
como a la espera de destino definitivo. Pero como no hay contrataciones fijas,
el destino definitivo nunca llega. Con las reformas, toda la situación del mercado
de trabajo se ha convertido en una inmensa transitoriedad, en una excepción que
invade y desvirtúa la regla. El resultado es el de unos trabajadores
sobrecualificados, mal pagados, explotados a mansalva y abandonados a su suerte
a la conclusión de su contrato.
Toda esta
problemática pone en cuestión las formas organizativas del sindicato, basadas
sobre todo en las federaciones de ramo, en la igualación de las condiciones en
sectores de la producción y de los servicios, y en categorías profesionales
homologables. Tan evidente resulta la utilidad práctica de este tipo de
organización en un contexto fordista que va de capa caída pero sigue teniendo
una fuerte presencia residual, como su insuficiencia para abarcar la realidad
nueva de una fuerza de trabajo fragmentada, atomizada y desposeída de toda
clase de derechos.
Los trabajadores precarios
viven en el territorio, se insertan y socializan en el territorio, no son ya
textiles, o gráficos, o bancarios, y pueden ser sucesivamente las tres cosas. Están
desempoderados para negociar lo que más les importa, su medio de vida, y solo
pueden aceptar pasivamente las condiciones que se les imponen en un puesto de
trabajo eventual y provisorio. Una racha de mala suerte puede acabar con una
vida humana; muchas rachas seguidas de buena suerte no garantizan un cambio de
estatus sustancial.
Están ahí, insertos
y socializados en los barrios, en los polígonos, en los pueblos grandes y
pequeños. Interactúan con sus vecinos, con grupos de parados, con actividades
de la parroquia, con plataformas contra las hipotecas. No irán al sindicato, no
se les ha perdido nada (todavía) allí; es el sindicato el que habrá de llegar
hasta ellos. Para empoderarlos en la negociación concreta de unas condiciones
de trabajo “decentes”, según el término consagrado oficialmente; para dar un
impulso colectivo a estratos de la población, jóvenes sobre todo, que se
sienten arrumbados en las cunetas de una sociedad del dinero que circula por la
autovía a demasiada velocidad.
Hay un sueño que es
necesario apartar a un lado con decisión en este proceso renovador: el Estado.
La negociación colectiva tiene lugar entre partes sometidas a una ley común. El
Estado aparece en este contexto en la forma de una ley (o código, o estatuto) justa
en lo posible, consensuada en lo posible en los órganos legislativos
correspondientes. En épocas recientes que aún son objeto de añoranza el Estado
social, el Estado empresario, el Estado negociador, el Estado omnímodo participaba
activamente en la negociación, planificaba la economía, imponía su primacía a
las partes contratantes y se erigía como el sujeto político-económico por
excelencia, incluso, según una expresión enigmática del sindicalista italiano
Bruno Trentin, en «creador de la sociedad civil». Trentin alertó del peligro
que conllevaba esa situación, hoy desaparecida pero aún añorada: no es bueno
que el Estado “benefactor” suplante a la sociedad. A cada cual su tarea. El
Estado es un ente uniformizador, redistribuidor según criterios
administrativos, amortiguador de las iniciativas que pueden y deben surgir en
el seno de la sociedad como expresión de una libertad irrenunciable.
El Estado, el
parlamento, el ministerio de Empleo, no van a venir a solucionar nuestros
problemas ni siquiera cuando hayamos conseguido colocar ahí a nuestros amigos y
colegas. Es lo que ocurre dentro de las fábricas, y en los barrios vecinos, y
en la forma autónoma de organizarse una sociedad con aspiraciones propias y no
vicarias, lo que realmente importa en el momento de emprender una renovación a
fondo de nuestras prácticas y de nuestras expectativas.