sábado, 16 de julio de 2016

PODER Y NEGOCIACIÓN


El maestro José Luis López Bulla ha esbozado en su blog algunos principios que deberían presidir la renovación de la práctica sindical y, de rebote, de la práctica patronal en nuestro país (1). Un nuevo marco de relaciones, expresado de otra manera, que dependería de la voluntad de las partes. Sabemos, por lo demás, que la voluntad colectiva de renovación de nuestra gran patronal es nula: la CEOE marcha en pie de guerra por la senda de la desregulación y de la consideración del conjunto asalariado como un magma abstracto, intercambiable, flexible y manipulable. Añádase a los cuatro adjetivos el adverbio “infinitamente” (infinitamente abstracto, infinitamente intercambiable, etc.). Esta tendencia irreprimible al abuso de posición dominante por parte de nuestro empresariado, combinada con la luz verde que le han dado los últimos gobiernos en la temática laboral, es una dificultad añadida para el desarrollo de una práctica sindical consecuente y eficaz. El único aliado que encuentra hoy el sindicalista en su misión es el colectivo de jueces laboralistas, en su mayoría honorablemente empeñados en hacer cumplir las leyes manifiestamente mejorables que regulan estas cuestiones, en lugar de favorecer el salto de mata que proponen las autoridades (recuérdense las palabras de Fátima Báñez sobre su temor a los hombres de negro).
Estamos, pues, ante un compromiso arduo. Renovar la negociación colectiva va a exigir al sindicato incluir en el paquete de lo negociable contenidos y temas nuevos, pero además formas de relación, de presión y de negociación inéditas.
Entre los contenidos, está el tema muy elemental de la fijación estricta de las condiciones de la prestación laboral y su remuneración, sujetas desde hace tiempo a un deterioro sensible. Se contrata una jornada de cuatro horas que se convierte de pronto en otra de doce sin afectar al salario, que sigue siendo el mismo, cuando se cobra, que no suele ser con la puntualidad que se exige a la contraparte. El listado de tareas a que compromete el contrato (incluso cuando está escrito y registrado, no hablemos ya de la patología de los contratos verbales que no abarcan nada y lo abarcan todo) se extiende a cualquier otra tarea no prevista, según las necesidades puntuales del empleador o su soberano capricho. Los requisitos mínimos del lugar de trabajo, de la seguridad e higiene, de las pausas y los descansos, o no se acuerdan o no se cumplen. La pequeña empresa es el reino de la arbitrariedad y la improvisación; la gran empresa, el de la vigilancia y la coacción; en ambas situaciones, la iniciativa del trabajador no posee ningún valor ni cuenta como un activo aprovechable para la tan deseada competitividad. Estoy definiendo una regla que tiene excepciones muy numerosas, pero la regla es esa.
Un 70% de los activos laborales jóvenes del país son trabajadores precarios, sin fijeza en su puesto de trabajo. Sin fijeza, no existe en principio derecho a la negociación; se entiende que el contratado eventual se encuentra una situación transitoria, como a la espera de destino definitivo. Pero como no hay contrataciones fijas, el destino definitivo nunca llega. Con las reformas, toda la situación del mercado de trabajo se ha convertido en una inmensa transitoriedad, en una excepción que invade y desvirtúa la regla. El resultado es el de unos trabajadores sobrecualificados, mal pagados, explotados a mansalva y abandonados a su suerte a la conclusión de su contrato.
Toda esta problemática pone en cuestión las formas organizativas del sindicato, basadas sobre todo en las federaciones de ramo, en la igualación de las condiciones en sectores de la producción y de los servicios, y en categorías profesionales homologables. Tan evidente resulta la utilidad práctica de este tipo de organización en un contexto fordista que va de capa caída pero sigue teniendo una fuerte presencia residual, como su insuficiencia para abarcar la realidad nueva de una fuerza de trabajo fragmentada, atomizada y desposeída de toda clase de derechos.
Los trabajadores precarios viven en el territorio, se insertan y socializan en el territorio, no son ya textiles, o gráficos, o bancarios, y pueden ser sucesivamente las tres cosas. Están desempoderados para negociar lo que más les importa, su medio de vida, y solo pueden aceptar pasivamente las condiciones que se les imponen en un puesto de trabajo eventual y provisorio. Una racha de mala suerte puede acabar con una vida humana; muchas rachas seguidas de buena suerte no garantizan un cambio de estatus sustancial.
Están ahí, insertos y socializados en los barrios, en los polígonos, en los pueblos grandes y pequeños. Interactúan con sus vecinos, con grupos de parados, con actividades de la parroquia, con plataformas contra las hipotecas. No irán al sindicato, no se les ha perdido nada (todavía) allí; es el sindicato el que habrá de llegar hasta ellos. Para empoderarlos en la negociación concreta de unas condiciones de trabajo “decentes”, según el término consagrado oficialmente; para dar un impulso colectivo a estratos de la población, jóvenes sobre todo, que se sienten arrumbados en las cunetas de una sociedad del dinero que circula por la autovía a demasiada velocidad.
Hay un sueño que es necesario apartar a un lado con decisión en este proceso renovador: el Estado. La negociación colectiva tiene lugar entre partes sometidas a una ley común. El Estado aparece en este contexto en la forma de una ley (o código, o estatuto) justa en lo posible, consensuada en lo posible en los órganos legislativos correspondientes. En épocas recientes que aún son objeto de añoranza el Estado social, el Estado empresario, el Estado negociador, el Estado omnímodo participaba activamente en la negociación, planificaba la economía, imponía su primacía a las partes contratantes y se erigía como el sujeto político-económico por excelencia, incluso, según una expresión enigmática del sindicalista italiano Bruno Trentin, en «creador de la sociedad civil». Trentin alertó del peligro que conllevaba esa situación, hoy desaparecida pero aún añorada: no es bueno que el Estado “benefactor” suplante a la sociedad. A cada cual su tarea. El Estado es un ente uniformizador, redistribuidor según criterios administrativos, amortiguador de las iniciativas que pueden y deben surgir en el seno de la sociedad como expresión de una libertad irrenunciable.
El Estado, el parlamento, el ministerio de Empleo, no van a venir a solucionar nuestros problemas ni siquiera cuando hayamos conseguido colocar ahí a nuestros amigos y colegas. Es lo que ocurre dentro de las fábricas, y en los barrios vecinos, y en la forma autónoma de organizarse una sociedad con aspiraciones propias y no vicarias, lo que realmente importa en el momento de emprender una renovación a fondo de nuestras prácticas y de nuestras expectativas.