Estuve ayer en Sant
Medir y en el nuevo Espai Fabra habilitado en la antigua fábrica textil Fabra Coats, como invitado a la celebración del Consejo
Confederal de CCOO y del “cuarentenario” de la asamblea que, sostienen los
historiadores, marcó un punto de inflexión en la historia del sindicalismo en
España. Yo había estado allí, yo era por tanto un “histórico”.
Mi recuerdo de la
asamblea es muy confuso. Fue una de tantas. Teníamos problemas en la empresa, y
fuera de la empresa tratábamos de coordinar y encauzar conflictos en otras del
mismo ramo, sujetas al mismo convenio colectivo y con categorías profesionales
similares. No teníamos conciencia de estar haciendo nada histórico, solo la
vaga sensación de que había demasiadas reuniones y de que las discusiones eran
demasiado largas. Una asamblea en domingo, una ausencia más de la casa en la
que me echaban de menos Carmen y nuestros dos hijos, la mayor de cinco años y
el pequeño de tres, era un abuso del destino, aunque no nos resistíamos al
atractivo de ver de cerca y oír hablar a Marcelino, a Nico, a Julián, ellos sí
míticos, ellos sí históricos.
No recuerdo casi
nada de la asamblea en sí. Hacía mucho calor, estábamos los compañeros de
Barcelona en un rincón atrás, cerca de la puerta. Posición estratégica para
salir a echar una meada. Para fumar, no; entonces se fumaba dentro, sin
complejos. Una espesa nube de humo flotaba sobre los presentes. Había mujeres,
pero muy pocas, muy militantes, con una rabia muy comprensible por afirmar la
presencia de su sexo y hacer sentir un protagonismo ganado a pulso aunque a
veces pareciera una concesión graciosa de los varones (no nos regalan nada,
como se encargó ayer de recordar Maruja Ruiz).
Las intervenciones fueron
muchas. Se notaba que algunos no tenían nada que decir, pedían la palabra para
que estuvieran presentes por transparencia sus siglas políticas, para figurar
en el acta para la posterioridad. El asunto de organizarnos en sindicato no
importaba tanto; a muchos nos parecía una opción burocrática y sobre todo una
tarea más, prolija y prolongada, que iría a recaer sobre las mismas espaldas.
Lo que éramos, ya lo llevábamos dentro.
No alcanzábamos a
más, ni oler siquiera la historicidad fundamental del acto. En cuanto a ser
nosotros mismos “militantes históricos”, supongo que aceptábamos la posibilidad
a regañadientes. A fin de cuentas todo lo que pasa es histórico, y cada cual de
los que estábamos allí tenía una responsabilidad concreta, una tarea sobre la
que dar cuenta. Pero estábamos en una clandestinidad organizativa (dábamos la
cara en todas partes, pero como expresión “espontánea” de un malestar laboral y
nunca político), y la idea de llegar algún día a tener un cargo remunerado en
una organización con cara y ojos era tan solo un sueño lejano incluso para los
más conocidos y respetados de entre nosotros. No considerábamos a las
comisiones obreras como una dedicación a tiempo completo, como un medio de vida.
Nuestro medio de vida era el trabajo profesional, y el sindicalismo un a más a
más, en el que creíamos con rabia y al que nos agarrábamos con fuerza, pero en
todo caso como un ideal colectivo, no como una opción de vida individual.
La trascendencia
del movimiento era colectiva y anónima, nuestra militancia individual no fue ni
histórica ni trascendente en sí. Hicimos historia, sí, en alguna medida; pero
siempre pensando en el día a día. “La verdad es concreta”, tenía escrito Bertolt
Brecht en un cartel puesto delante de los ojos, en su escritorio. Nosotros
fuimos concretos.