Tengo la sensación
de que la rotura del diálogo social consecuente a las sucesivas “reformas” (ánimas
benditas me santiguo yo) del mercado de trabajo, ha derivado en la rotura de
los cauces que en épocas pasadas eran habituales para el diálogo político. ¿Recuerdan
aquella revista tan influyente en los años de la transición, “Cuadernos para el
Diálogo”?
No me digan que lo
social es una cosa y lo político otra distinta que no tiene nada que ver con la
anterior, porque sí tiene. Desde los primeros y sustanciales éxitos del
fordismo como sistema de organización del trabajo, y sobre todo desde el
establecimiento en los imperios occidentales, durante la llamada Gran Guerra
europea, de la “economía de guerra”, concebida como una movilización para la producción
y en definitiva para la victoria de todos los recursos humanos disponibles,
hombres, mujeres y niños, en el imaginario de las naciones el Estado fue
adquiriendo la forma de una gran empresa colectiva, científicamente ordenada
para incrementar la producción y el nivel de vida. Los escritos de Lenin y de Gramsci muestran,
por otro lado, hasta qué punto la metáfora caló en las mentes más agudas de la
izquierda. Pero detrás de aquel sueño había una pesadilla, el totalitarismo, y
el régimen nazi llevó el aprovechamiento de “todos” los recursos humanos para
la causa al extremo de fabricar jabón con los restos de los judíos gaseados en
unos campos de exterminio científicamente concebidos. Bajo el régimen
franquista las cosas no llegaron tan lejos, pero rondaron por los aledaños; puede
leerse al respecto lo que cuenta Almudena Grandes, sobre la base de testimonios
fidedignos, en “Las tres bodas de Manolita”.
No insisto en el
argumento. Mantengo, sin embargo, que la rotura deliberada y culpable de las
vías del consenso y la negociación en el terreno sociolaboral ha acentuado la
deriva autoritaria de la política en nuestro país. Tenemos un presidente de
gobierno hermético, que ni dialoga con la oposición ni contesta a casi nada de
lo que se le pregunta desde los medios. Anunció después de las segundas
elecciones una nueva era de diálogo por doquier, y hasta el presente solo se
sabe que se ha reunido con Coalición Canaria. No han trascendido tampoco las
conclusiones de la reunión.
Las fuerzas
políticas se han encastillado en sus posiciones, sean estas de fuerza o de
debilidad. Han repintado con apresuramiento las viejas líneas rojas. Reaccionan
mal a cualquier pequeño movimiento que suponga una modificación de los presupuestos
previamente acordados: ahí está la respuesta, característicamente bronca, de
los barones de Ferraz a la iniciativa de Iceta de un referéndum catalán “a la
canadiense”.
Los estados mayores
se aprestan a la negociación inevitable sacando a relucir las albaceteñas con
determinación agresiva. De cualquier posible pacto se excluye ya de entrada a Unidos
Podemos, a pesar de que su representatividad, en la caja mágica de la soberanía
nacional y en los gobiernos de autonomías y ayuntamientos de un gran peso en el
conjunto, es imposible de desconocer. Pero se han alzado los puentes levadizos.
Vamos mal.
Sería necesario
introducir al país, en coma y con las constantes vitales para el arrastre, en una
Unidad de Cuidados Intensivos, y allí entubarlo para suministrarle respiración
y alimentación asistida. Ya que no existe otra forma de alcanzar el objetivo necesario
de recuperar la salud, el tratamiento prescrito para nuestros políticos ha de
ser, inexcusablemente, el del diálogo por un tubo.