Está teniendo un
gran éxito la conmemoración del quinto centenario de la muerte del pintor
Jerónimo Van Aken, llamado Bosco por haber nacido en Hertogenbosch (Bosque del
Duque), localidad holandesa de la que probablemente, según sus biógrafos, nunca
se movió en vida.
Se trata de un
pintor magnífico (lo reconozco, aunque a mí no me gusta), y también de un
moralista rígido, que fue muy apreciado en una corte tan pudibunda como la
española, y en particular por un monarca tan grave como Felipe II.
La calidad de su
pintura no justifica de por sí el éxito de público de su exposición
conmemorativa en el Prado de Madrid. El “mensaje” que enviaba el Bosco a sus
contemporáneos a través de sus extrañas alegorías no cala en la sensibilidad moderna.
Es seguramente el voyeurismo lo que atrae la curiosidad hacia una obra como el
tríptico del Jardín de las Delicias, como se llama desde hace un par de siglos
a lo que antes fue conocido como tríptico de la Variedad del Mundo, y Jardín de
los Deleites Carnales.
El Bosco vino a ser
un “verso libre” en la historia del arte; ignoró deliberadamente los avances técnicos
de la pintura renacentista en cuanto a estructura y ordenación de los centros
de atención, en favor de escenas caóticas pobladas por multitud de personajes
que pululan de forma que el conjunto parece dotado de un movimiento continuo. En
lo que se refiere a la temática y a la simbología, practicó una especie de by-pass
entre el mundo bajomedieval reflejado en el arte expresionista del gótico
tardío, y las formas posteriores del barroco popular en Flandes.
Los tres paneles
del tríptico del Jardín están conectados por un hilo narrativo común; son el
Antes, el Después y el Final de la Caída. En las tres, la línea del horizonte se
coloca muy arriba, y las escenas se despliegan en toda la dimensión de la
tabla. La Creación está situada a la izquierda, con Dios, Adán y Eva en una
posición central pero no dominante. La mirada resbala desde ellos hacia los
animales, las aves, las lagunas y las arquitecturas extrañas; y se ve requerida
de inmediato por todo lo que sucede en el panel central, el Jardín propiamente
dicho, el mundo después del pecado.
Aquí también hay
aguas, bosques, prados, aire libre; y además, animales de tamaño desmesurado,
parejas que conversan, parejas y grupos que copulan, símbolos de todo tipo y
estructuras que sugieren las prácticas de la alquimia: redomas, matraces,
alambiques, una burbuja en cuyo interior retozan un hombre y una mujer. Se
habla de secretos en la simbología y en la intención última de la escena. Yo
diría que no los hay, que todo funciona por un mecanismo de acumulación. El
pintor señala con el dedo los vicios y las obscenidades, disfrazados apenas con
símbolos reiterados; los denuncia, y al mismo tiempo se complace en presentarlos
con una apariencia bella, con un gozo manifiesto de vivir. Esta ambivalencia en
un mundo rígidamente religioso aparece en muchas otras pinturas de muchos otros
autores: desnudos “exigidos por el guión” en las magdalenas penitentes, en las
juditas degollando holofernes y en las susanas atisbadas por los viejos; carnes
trémulas como exutorio de impulsos reprimidos, y criticadas desde fuera con
reprobación farisaica.
Todo ese torbellino
giratorio de pasiones desenfrenadas desemboca en el tercer panel, el del
infierno. El horizonte superior está dominado por un fulgor de incendios en la
noche. Debajo, por entre las aguas muertas y estancadas, los vicios son representados
ahora en su carácter más monstruoso, deforme y demencial. Son visibles el
castigo y el dolor de los condenados, y la presencia de animales tiene un
carácter más contundente, como símbolo de la bestialidad que anida en los
humanos. La parábola se completa, pero la mirada vuelve una y otra vez al panel
central, a las delicias que se pretendía erradicar.
Lo cual no prueba
que el Bosco fuera un inconformista, un rebelde secreto contra la moral
admitida. Todo indica que fue, en la vida como en el arte, un moralista severo
y un miembro ejemplar de su comunidad religiosa. Sucede simplemente que la obra
de arte no solo expresa lo que el autor quiso decir con ella, sino que su
mensaje es siempre más rico y matizado. Y también que las técnicas modernas que
atienden a la selección y ampliación de detalles, descontextualizándolos del conjunto
tal como lo veía el espectador del Quinientos, confieren sentidos novedosos e
incluso contradictorios a lo que originalmente fue concebido como una gran obra
de edificación moral.