miércoles, 27 de julio de 2016

EL JARDÍN DE LOS DELEITES CARNALES


Está teniendo un gran éxito la conmemoración del quinto centenario de la muerte del pintor Jerónimo Van Aken, llamado Bosco por haber nacido en Hertogenbosch (Bosque del Duque), localidad holandesa de la que probablemente, según sus biógrafos, nunca se movió en vida.
Se trata de un pintor magnífico (lo reconozco, aunque a mí no me gusta), y también de un moralista rígido, que fue muy apreciado en una corte tan pudibunda como la española, y en particular por un monarca tan grave como Felipe II.
La calidad de su pintura no justifica de por sí el éxito de público de su exposición conmemorativa en el Prado de Madrid. El “mensaje” que enviaba el Bosco a sus contemporáneos a través de sus extrañas alegorías no cala en la sensibilidad moderna. Es seguramente el voyeurismo lo que atrae la curiosidad hacia una obra como el tríptico del Jardín de las Delicias, como se llama desde hace un par de siglos a lo que antes fue conocido como tríptico de la Variedad del Mundo, y Jardín de los Deleites Carnales.
El Bosco vino a ser un “verso libre” en la historia del arte; ignoró deliberadamente los avances técnicos de la pintura renacentista en cuanto a estructura y ordenación de los centros de atención, en favor de escenas caóticas pobladas por multitud de personajes que pululan de forma que el conjunto parece dotado de un movimiento continuo. En lo que se refiere a la temática y a la simbología, practicó una especie de by-pass entre el mundo bajomedieval reflejado en el arte expresionista del gótico tardío, y las formas posteriores del barroco popular en Flandes.
Los tres paneles del tríptico del Jardín están conectados por un hilo narrativo común; son el Antes, el Después y el Final de la Caída. En las tres, la línea del horizonte se coloca muy arriba, y las escenas se despliegan en toda la dimensión de la tabla. La Creación está situada a la izquierda, con Dios, Adán y Eva en una posición central pero no dominante. La mirada resbala desde ellos hacia los animales, las aves, las lagunas y las arquitecturas extrañas; y se ve requerida de inmediato por todo lo que sucede en el panel central, el Jardín propiamente dicho, el mundo después del pecado.
Aquí también hay aguas, bosques, prados, aire libre; y además, animales de tamaño desmesurado, parejas que conversan, parejas y grupos que copulan, símbolos de todo tipo y estructuras que sugieren las prácticas de la alquimia: redomas, matraces, alambiques, una burbuja en cuyo interior retozan un hombre y una mujer. Se habla de secretos en la simbología y en la intención última de la escena. Yo diría que no los hay, que todo funciona por un mecanismo de acumulación. El pintor señala con el dedo los vicios y las obscenidades, disfrazados apenas con símbolos reiterados; los denuncia, y al mismo tiempo se complace en presentarlos con una apariencia bella, con un gozo manifiesto de vivir. Esta ambivalencia en un mundo rígidamente religioso aparece en muchas otras pinturas de muchos otros autores: desnudos “exigidos por el guión” en las magdalenas penitentes, en las juditas degollando holofernes y en las susanas atisbadas por los viejos; carnes trémulas como exutorio de impulsos reprimidos, y criticadas desde fuera con reprobación farisaica.
Todo ese torbellino giratorio de pasiones desenfrenadas desemboca en el tercer panel, el del infierno. El horizonte superior está dominado por un fulgor de incendios en la noche. Debajo, por entre las aguas muertas y estancadas, los vicios son representados ahora en su carácter más monstruoso, deforme y demencial. Son visibles el castigo y el dolor de los condenados, y la presencia de animales tiene un carácter más contundente, como símbolo de la bestialidad que anida en los humanos. La parábola se completa, pero la mirada vuelve una y otra vez al panel central, a las delicias que se pretendía erradicar.
Lo cual no prueba que el Bosco fuera un inconformista, un rebelde secreto contra la moral admitida. Todo indica que fue, en la vida como en el arte, un moralista severo y un miembro ejemplar de su comunidad religiosa. Sucede simplemente que la obra de arte no solo expresa lo que el autor quiso decir con ella, sino que su mensaje es siempre más rico y matizado. Y también que las técnicas modernas que atienden a la selección y ampliación de detalles, descontextualizándolos del conjunto tal como lo veía el espectador del Quinientos, confieren sentidos novedosos e incluso contradictorios a lo que originalmente fue concebido como una gran obra de edificación moral.