Las siguientes consideraciones
ociosas tienen su origen en la lectura de un libro reciente e importante (1) de
Carlos Arenas Posadas, titular del área de Historia e Instituciones Económicas
de la Universidad de Sevilla hasta su jubilación en 2011. Sostiene Arenas la existencia
de formas distintas de capitalismo, o por mejor decir de racionalidades capitalistas
diferenciadas, e identifica una de ellas, activa en Andalucía desde la Baja
Edad Media, bajo la etiqueta de “racionalidad capitalista del subdesarrollo”. Olvídense
ustedes de Max Weber, de la ética calvinista y de la teoría de la
predestinación de quienes acumulan riquezas en este mundo con el sudor de su
frente. El espíritu del capitalismo es asimismo compatible con el catolicismo
de misa y olla, la catequesis, la sopa boba de los conventos, el atraso
cultural, las altas tasas de desocupación, los salarios de miseria, la
desprotección institucionalizada a los más débiles. Elites sociales muy bien
relacionadas con los poderes así estatales como locales, extraen de situaciones
semejantes unas rentas pingües y, en consecuencia, se afanan en perpetuarlas por
todos los medios posibles. No es un delirio de la razón, la documentación
extensa y pormenorizada que despliega Arenas lo demuestra de forma irrebatible.
Todo lo cual me ha
traído a la imaginación el momento histórico en el que Cataluña, donde la
estructura de propiedad ha estado mucho más repartida, las infraestructuras
industriales tienen un anclaje sólido, y las instituciones políticas y sociales
son en general mucho más porosas e “inclusivas” que las andaluzas, pudo sufrir sin
embargo un intento deliberado de desarraigo de tales tradiciones con el fin de implantar
un modelo de subdesarrollo racional que se preveía unificado para todo el país.
Tal cosa pudo
ocurrir en los primeros años del régimen franquista, después de la derrota
militar de la República y de la ruina generalizada de los elementos materiales
de la infraestructura industrial catalana, sumada a la represión de la urdimbre
social que la había mantenido en pie. No se dio tregua en los primeros años a
detenciones y fusilamientos, incluido el de Lluís Companys. Los antiguos
partidos, sindicatos y asociaciones de todo tipo fueron desmantelados; la
lengua, y con ella cualquier otro signo externo de diferenciación, reprimida. Incluso
las elites sociales, la aristocracia proclive al regionalismo jocfloralesc y la burguesía industrial y
comercial afín al republicanismo, fueron marginadas inicialmente del nuevo
terreno de juego, marcadas por la sospecha de desafección. Sobre aquel solar
arrasado se quiso implantar un nuevo modelo de trabajo y de vida, bajo la égida
de Falange, con nuevos sistemas de ascenso social, nuevos sindicatos y
organismos de previsión, y una escuela nueva guiada por una iglesia que, ella
sí, seguía siendo la misma de siempre. El gobernador civil y el capitán general
de la región tenían calidad de virreyes, y ellos garantizaban la “unidad”, la
así llamada “justicia social” y el “orden”.
Me detendré tan
solo en la figura de uno de los gobernadores civiles de Barcelona, Eduardo Baeza
Alegría (Zaragoza 1901-1981), que desempeñó el cargo entre 1947 y 1951.
Extraigo los siguientes pormenores de un trabajo del historiador Javier Tébar
Hurtado, recogido en otro libro reciente (2).
«… Llegó [Baeza] a Barcelona
el 10 de mayo [de 1947] tras oír misa en Montserrat. Al mediodía fue recibido
por una amplia representación de las autoridades municipales, provinciales,
judiciales, cargos gubernamentales y políticos, y recibió el mando en el salón
de Carlos III del Palacio de la Aduana (sede del gobierno civil) de manos del
presidente de la Audiencia Territorial D. Federico Parera Abelló.» En su
discurso de toma de posesión hizo mención al “amor de Dios, por quien supieron
morir innumerables gentes en Barcelona, bajo la égida de la barbarie marxista”.
La misión de un
gobernador civil no se limitaba a la represión de la resistencia y la
subversión, todavía activas. Era sobre todo el encargado de aunar voluntades y
sumar inteligencias entre el poder central y los poderes locales, entre la “corte”
y el “cortijo” según gráfica expresión de Carlos Arenas. En el esquema de una racionalidad
del subdesarrollo tiene una importancia extraordinaria la colusión de
intereses, las “relaciones” que sitúan a unos agentes económicos en posición de
privilegio como extractores de rentas, frente a otros que ven bloqueados sistemáticamente
sus intentos de acceso a créditos y oportunidades de negocio.
La industria
catalana estaba en ruinas, y era necesario impulsar una reconstrucción.
Selectiva, desde luego. Era la época de las restricciones eléctricas con apagones
continuados, de las cartillas de racionamiento, del problema de los abastos,
del mercado negro para quien podía pagarlo. Franco hizo una visita larga a la
ciudad, en aquel mismo mes de mayo. Fue recibido con una gran frialdad popular;
en la sesión de gala del Liceo a la que asistió el Caudillo, hubo muchos huecos
visibles. Franco se puso de muy mal humor, «dijo a los catalanes que deberían
resolver la crisis por sí solos, y que tendrían que producir tres veces más. No
recibirían ayuda del exterior y el Estado tampoco podría prestarles» (citado en
J. Tébar, p. 108).
Baeza se instaló inicialmente
con su esposa en el Hotel Ritz, mientras se efectuaban trabajos de reforma en
el Palacio de la Aduana, que ocupó ya en otoño. Llevó allí un tren de vida
ostentoso: meriendas, cócteles y sesiones de cine “casi a diario”, según un
malévolo informe confidencial (ibíd., p. 107), con asistencia de “grandes
caciques de la vida de sociedad de Barcelona”, entre los que se cita a la
marquesa de Sentmenat y a la condesa de Lacambra. Puede que el lujo no fuese
oriental en esas reuniones, pero no dejaba de ser una provocación dadas las condiciones
de vida de la ciudadanía.
El gobernador civil
preparó a conciencia las elecciones municipales de noviembre de 1948, clave de
bóveda de la puesta en marcha del nuevo régimen. «Estas elecciones se harán en
mi despacho, porque yo no creo en la democracia», declaró (ibíd., p. 105).
La aventura
catalana de Baeza concluyó pronto, sin embargo; después de la huelga de
tranvías de 1951. Para entonces su prestigio personal se había visto arruinado
por su relación, cierta o inventada, con la vedette Carmen de Lirio. Baeza
trató el boicot al transporte como un simple problema de orden público, desafió
a la ciudadanía, circuló él mismo en tranvía por la ciudad y chocó con el
obispo Modrego, a quien reprochó su “comprensión” hacia los sediciosos. Le
llamó «cabrito con mitra» (ibíd., p. 113). Cuando el boicot se agravó con una
huelga general obrera, hubo de pedir nuevos contingentes policiales, acuarteló
al ejército durante tres días e hizo atracar varios buques de guerra en el
puerto de Barcelona. La solución del problema no llegó, finalmente, desde el
gobierno civil ni desde los cuerpos de seguridad, sino a través de la mediación
efectuada por una plataforma que agrupaba a los presidentes de entidades
catalanas representativas de las “fuerzas vivas” de la burguesía. Baeza fue
sustituido en el cargo por Felipe Acedo Colunga, que inició una etapa nueva en
las relaciones con los poderes locales, menos ambiciosa y gesticulante, menos
propia también de un virrey investido de todos los poderes.
(1) C. ARENAS
POSADAS, Poder, economía y sociedad en el
sur. Centro de Estudios Andaluces, 2015.
(2) J. TÉBAR, M.
RISQUES, M. MARÍN, P. CASANELLAS, Gobernadores.
Barcelona en la España franquista (1939-1977). Comares Historia, Granada
2015.