Un gobierno en
funciones es por definición un gobierno débil. La debilidad se acentúa en el
caso español por el procesamiento individual de muchos personajes conspicuos vinculados
al partido gobernante, e ítem más, desde hace unas horas, del mismo partido
como colectivo, por destruir pruebas de la corrupción que aseguraba estar
combatiendo. La nueva situación compromete una investidura que se preveía
favorecida por la brillante estrategia de Mariano Rajoy en el interregno entre
dos elecciones: estrategia que ha consistido, como ya reconocen hasta los más
obcecados, en no hacer nada.
No hacer nada ha
sido siempre el desiderátum de Rajoy, y ahora ve llegado el momento dulce de
hacerlo sin remordimientos, puesto que tiene un gobierno débil, minoritario,
acosado por una jueza cuyo primo hermano es militante de IU (es el diagnóstico
de Celia Villalobos sobre el tema de los discos duros destruidos) y, por si
fuera poco, en funciones.
Mariano Rajoy no
hará nada en esta situación. Como siempre. Tampoco irse. Según un comentarista
político, ha perdido la percepción de la realidad política que le rodea. Habida
cuenta de aquella declaración suya de los hilillos de plastilina cuando la
marea negra del Prestige en la
cornisa cantábrica (¡en 2002!), es lícito sospechar que no la ha perdido,
porque nunca la tuvo.
Algunos
oportunistas han visto en la debilidad del gobierno la ocasión para la audacia
de un golpe de mano. Me refiero a la mayoría oficial del Parlament de
Catalunya, que en medio del marasmo y de las fuertes calores pone en marcha la
desconexión de España con la finalidad última de prevenir un descalabro en la
cuestión de confianza prevista para finales de septiembre. En otras épocas se llamaba
a este tipo de recursos “serpientes de verano”; todos los agostos, a falta de
noticias suculentas con las que llenar la primera plana, comparecía el monstruo
del lago Ness fotografiado por un turista con una cámara de foco no demasiado
ajustado, y otros congéneres de otros lagos de diversas geografías. Con la
rentrée política, no se volvía a hablar más de ellos. Eran monstruos vistos y
no vistos.
No es probable que
ocurra lo mismo con las cabriolas estivales del señor Puigdemont. Él ha forzado
una decisión del 51% del Parlament (un 47% del voto registrado), y ha partido
el país en dos: los “buenos”, a los que representa, y los “malos”, más en número,
a los que ignora. A eso lo llama “democracia”, pero la democracia siempre ha
exigido tener en cuenta a los “malos”, porque también ellos tienen derechos de
ciudadanía. De otro lado, democracia implica responsabilidad de los dirigentes
políticos por sus actos, hasta las últimas consecuencias. Esa responsabilidad
les será exigida a Puigdemont y adláteres, antes o después.
No ya por el desprestigiado
Tribunal Constitucional, que también; sobre todo por el pueblo de Catalunya, tan
invocado desde un esencialismo estetizante art déco, y tan engañado, manipulado
y ninguneado cuando lo convoca a la rebelión este nuevo género de flautistas de
Hamelin.