No corresponde
echarle a Alá la culpa de lo sucedido en Niza. No hay dioses sedientos de
sangre, por la sencilla razón de que no hay dioses, por lo menos conocidos. Los
que constan en el censo son sublimaciones de nuestros propios apetitos humanos.
Los hemos creado a nuestra imagen y semejanza.
Descontado Dios, se
ofrecen sobre estos asuntos enojosos otras explicaciones igualmente
insatisfactorias: «el terror vuelve a golpear a la democracia, pero no
conseguirá sus propósitos». El terror definido con tanta concreción geográfica
recuerda a aquel “eje del Mal” que se sacaron de la manga los propagandistas de
la madre de todas las batallas que iba a acabar con todas las guerras. En
nuestro país eran los mismos que ahora demonizan a Venezuela como centro
logístico del conspire tenebroso que intenta acabar con la virginal constitución
española y con nuestra envidiable calidad de vida. El pensamiento único da por
sentado siempre que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y que todas las
perturbaciones evidentes que padecemos responden a agresiones maquinadas en los
reinos oscuros, de las que nos defienden superhéroes que disimulan su
naturaleza maravillosa bajo el disfraz de burócratas corrientes y con
frecuencia patosos. Este planteamiento de cómic sigue gozando de una gran popularidad,
debida en buena parte a que las agresiones existen en realidad, las amenazas
también, y la angustia insoportable de la gente sencilla busca por todas partes
asideros a los que agarrarse. Pero quienes se prevalen de la inseguridad
general y de los miedos de unas capas de la población empujadas sin contemplaciones a la marginalidad, para satisfacer con estas víctimas fáciles su afán de lucro, no están
tan lejos como se pretende hacernos creer.
La razón penúltima
de lo que nos sucede está entre nosotros, no hay necesidad de buscarla fuera. Si
se produce un atentado con decenas o centenares de víctimas en Siria, en Sudán
del Sur, en un mercado de Estambul, en una calle de Dallas o en un paseo de
Niza, búsquense en primer lugar las razones internas y particulares de la
explosión ocurrida en cada uno de esos países, no en las coordenadas geopolíticas globales.
Ni el Daesh, ni Maduro ni Kim Jong Un tienen capacidad logística para
desestabilizar al Puto Imperio 4.0 de las computadoras.
Ahora bien, en estas
globalidades financieras custodiadas en los santuarios de las sibilas de
nuestro tiempo, sí parecería residir en buena parte la razón última de tanto
desbarajuste. El desorden estructural del mundo, la desigualdad rampante que se
admite sin tapujos de ninguna clase (“la desigualdad es buena para el progreso”,
nos siguen diciendo los adivinos profusamente pagados que se han encaramado a
los centros de decisión del planeta), no presagian nada bueno para el futuro,
si es que nos queda aún algún futuro.
Dios, ningún dios,
no está en esta ecuación. Es un asunto puramente humano, pero los responsables últimos
de la debacle siguen mirando consistentemente a otro lado. Lo harán mientras su tasa de beneficio se mantenga en márgenes prósperos.