El pueblo llano
mantiene intacta la fe en los augures que profetizan el futuro a partir de la
lectura de las entrañas de las bestias sacrificadas. A pesar de tantos
pronósticos erróneos acumulados a lo largo de la historia, seguimos confiando
en expertos que nos predicen la inmediata reactivación de la economía, la creación
de millones de puestos de trabajo en la próxima legislatura, o una cosecha
indecible de medallas en las próximas olimpiadas, sin contar a los pulpos Paul
que anuncian victorias de la Roja en todos los mundiales de fútbol venideros.
Una medida eficaz para
evitar las decepciones comprensibles de un público crédulo y ansioso de buenas
noticias sería ordenar la lapidación en la plaza pública de los vendedores de
horóscopos fallidos. Dura lex, sí, pero se prevendrían muchas sofoquinas.
Claro que la
técnica depurada de los pronosticadores más campanudos es capaz de evitar con
habilidad cualquier imponderable enojoso. Dicha técnica consiste en pronosticar
al mismo tiempo un suceso y su contrario. Por ejemplo, la bolsa va a subir de
forma consistente, en el caso de que consiga mantenerse a salvo de la
volatilidad generalizada dimanante de las incertidumbres provocadas por el
comportamiento impredecible de las economías asiáticas. Pase lo que pase, luego
podrá afirmarse de forma rotunda: «Nosotros ya lo dijimos», como hacía cincuenta
años atrás el comentarista deportivo Gilera después de predecir para el partido
del domingo la victoria del equipo local o bien la del visitante, sin excluir
un pacífico empate entre ambos.
El cuñado de un
conocido me aseguró el mes pasado que el Tour iba a ganarlo Erich Fromm.
– Erich Fromm está
muerto – argumenté, escéptico.
– Eso crees tú. Más
muertos están Valverde y Contador.
Ayer me recordó su
pronóstico. «Tenía yo razón, ¿eh?» Aguafiestas como soy, le contesté que el
ganador no ha sido Erich Fromm sino Chris Froome. Aquello le dejó sin habla,
pero solo por unos segundos.
– Bueno, si vas a
contar, he acertado por lo menos el ochenta y cinco por ciento.