No esperéis gran cosa del fin
del mundo.
STANISLAW LEC
Seguramente
esperábamos demasiado. Probablemente hemos vuelto a caer de cuatro patas en el
espejismo de la primacía de la política y en el trampantojo del Estado como
único motor y palanca de cualquier cambio posible. El cuatripartidismo resulta una
novedad vistosa, pero no deja de ser una mano de pintura que no basta para
adecentar un tinglado en estado ruinoso. Una simple variante vicaria del
bipartidismo; un final de ciclo que lleva implícito el recomienzo mecánico del
ciclo siguiente; otra vuelta de tuerca al viejo mecanismo del turno gobernante.
Un mecanismo, por
otra parte, aún no bien engrasado, de modo que entre diciembre y junio ha
padecido algunas disfunciones graves y finalmente se ha encallado. Podemos dedicar
– desde la izquierda – nuestros desvelos a desencallarlo mediante un mejor
engrase, o podemos apuntar a otra perspectiva diferente.
Una cita tomada del
libro de Guy Standing sobre el precariado (pág. 135): No revolución ni reforma,
sino transformación en el sentido de
la “gran transformación” propuesta por Karl Polanyi, como «contramovimiento
para volver a arraigar el sistema económico en la sociedad, con nuevos
mecanismos de regulación, protección social y redistribución.» Más autogestión
social y menos Estado, en una palabra. Menos dependencia del Estado. Menos
fetichismo del Estado, en un momento en el que la sociedad se siente a la vez
enajenada del Estado e inseparable de él. Otra cita, esta de Isaac Deutscher en
sus conferencias sobre las raíces de la burocracia: «El Estado es la carga que
oprime a la sociedad, y también es su ángel protector, sin el cual la sociedad
no puede vivir.» ¿No? ¿O sí se puede?
El cambio real deberá
llegar de una sociedad más consciente de sí misma y de su fuerza, con una
capacidad mayor de autonomía. De una sociedad, para decirlo con un término de
moda, “empoderada” frente al Leviatán estatal. Pero seguimos poniendo el carro
delante de los bueyes, buscando con afán las combinaciones numéricas que en el
mismo Parlamento de toda la vida podrían proporcionarnos los medios para, desde
el Estado (la vieja solución, el viejo falso atajo hacia la emancipación),
empezar a cambiar una sociedad indignada, pero con una indignación que nace del
desamparo y no de la autoestima; una sociedad propicia a agachar la cabeza
cuando se acumulan en el horizonte los nubarrones de tormenta.