sábado, 2 de julio de 2016

PSICOLOGÍA COLECTIVA


La precisión infalible de los algoritmos no ha podido impedir la primera muerte en carretera del ocupante de un coche Tesla con piloto automático. Se habían publicado hacía pocos días artículos sobre un dilema moral de alto voltaje: si el cerebro digital de un automóvil de este tipo debía optar entre matar a su ocupante o salvar su vida de forma preferencial a la de otras víctimas que se cruzaran en su trayectoria. No ha sido el caso, sin embargo, en el accidente real: el coche fue a empotrarse a gran velocidad contra el remolque de un camión, en Florida, mientras el “conductor” veía una película.
La lección del suceso sería que, cuando se intenta a toda costa eliminar el factor humano de una conducta característicamente humana, pueden surgir otros factores imponderables que emborronen el resultado. Al fin y al cabo, como también se ha publicado en estos días, la capacidad del cerebro digital de un robot para captar las esfumaturas de la realidad y obrar en consecuencia, es menor que la de una cucaracha. Una cucaracha en plena posesión de sus facultades mentales habría evitado el choque mortal del vehículo de Tesla.
Vamos ahora a otra noticia en la que entran en juego pulsiones humanas, pero igualmente imprevisibles con anticipación. Ivan Rakitic es un futbolista croata que ascendió al olimpo de la fama en su país cuando en la reciente Eurocup metió uno de los goles con los que Croacia venció a España. Días después, Croacia fue eliminada por Portugal en la prórroga de un partido muy trabado, y sin culpa aparente de Rakitic. Sin embargo, media docena de hinchas furibundos atacaron a pedradas su retiro veraniego en la isla de Ugljan y se introdujeron en la casa, dando un susto terrible a su esposa y a sus hijas. Rakitic decidió concluir las vacaciones en un clima menos efervescente, y la lección en este caso es que la psicología colectiva de una sociedad, si está muy polarizada por acontecimientos externos de un gran contenido emotivo, queda sujeta a oscilaciones muy bruscas.
Todo lo cual no explica nada, pero sí abre un paréntesis saludable de duda acerca de los sondeos a pie de urna realizados el día de las elecciones generales españolas. Una pulsión maliciosa pudo llevar a cierto número de ciudadanos consultados a declarar que habían votado de modo distinto a como lo habían hecho. Los sensores instalados en los terminales de las computadoras no aprecian matices tales como el grado de sinceridad, el sarcasmo, el humor negro o la ira nacida del repliegue de velas ante el destino. Unas elecciones, más aún si no apuntan una expectativa clara de progreso y se han tenido que repetir fuera de plazo debido a la incapacidad de la clase política en su conjunto para llegar a acuerdos operativos, son mecanismos que acumulan tensión, irritación, estrés y frustración; no solo, como algunos pudieran creer, ilusiones y esperanzas de mejora. El voto llamado de castigo se multiplica, y la pirula poética al encuestador que aparece armado de bloc y bolígrafo es una tentación casi irresistible.
En un referéndum convocado sobre un asunto polémico y capaz de afectar de muchas maneras a la vida cotidiana de millones de personas, las tensiones y las oscilaciones se multiplican de una forma exponencial. Jugarse el futuro de una comunidad humana al resultado numérico de un referéndum es análogo, aunque mucho más estresante, que depender de los penaltis para ganar o perder una Champions League o una Eurocup.
La moraleja sería la necesidad de acudir a los comicios pertrechados con argumentaciones en positivo, y no con posicionamientos simplistas y abiertamente conflictivos, del tipo: «Con esos, jamás.»