La precisión
infalible de los algoritmos no ha podido impedir la primera muerte en carretera
del ocupante de un coche Tesla con piloto automático. Se habían publicado hacía
pocos días artículos sobre un dilema moral de alto voltaje: si el cerebro
digital de un automóvil de este tipo debía optar entre matar a su ocupante o
salvar su vida de forma preferencial a la de otras víctimas que se cruzaran en
su trayectoria. No ha sido el caso, sin embargo, en el accidente real: el coche
fue a empotrarse a gran velocidad contra el remolque de un camión, en Florida,
mientras el “conductor” veía una película.
La lección del
suceso sería que, cuando se intenta a toda costa eliminar el factor humano de
una conducta característicamente humana, pueden surgir otros factores
imponderables que emborronen el resultado. Al fin y al cabo, como también se ha
publicado en estos días, la capacidad del cerebro digital de un robot para
captar las esfumaturas de la realidad y obrar en consecuencia, es menor que la
de una cucaracha. Una cucaracha en plena posesión de sus facultades mentales
habría evitado el choque mortal del vehículo de Tesla.
Vamos ahora a otra
noticia en la que entran en juego pulsiones humanas, pero igualmente imprevisibles con anticipación.
Ivan Rakitic es un futbolista croata que ascendió al olimpo de la fama en su
país cuando en la reciente Eurocup metió uno de los goles con los que Croacia venció
a España. Días después, Croacia fue eliminada por Portugal en la prórroga de un
partido muy trabado, y sin culpa aparente de Rakitic. Sin embargo, media docena
de hinchas furibundos atacaron a pedradas su retiro veraniego en la isla de
Ugljan y se introdujeron en la casa, dando un susto terrible a su esposa y a
sus hijas. Rakitic decidió concluir las vacaciones en un clima menos
efervescente, y la lección en este caso es que la psicología colectiva de una
sociedad, si está muy polarizada por acontecimientos externos de un gran
contenido emotivo, queda sujeta a oscilaciones muy bruscas.
Todo lo cual no
explica nada, pero sí abre un paréntesis saludable de duda acerca de los
sondeos a pie de urna realizados el día de las elecciones generales españolas.
Una pulsión maliciosa pudo llevar a cierto número de ciudadanos consultados a
declarar que habían votado de modo distinto a como lo habían hecho. Los sensores
instalados en los terminales de las computadoras no aprecian matices tales como
el grado de sinceridad, el sarcasmo, el humor negro o la ira nacida del
repliegue de velas ante el destino. Unas elecciones, más aún si no apuntan una
expectativa clara de progreso y se han tenido que repetir fuera de plazo debido
a la incapacidad de la clase política en su conjunto para llegar a acuerdos operativos, son mecanismos
que acumulan tensión, irritación, estrés y frustración; no solo, como algunos
pudieran creer, ilusiones y esperanzas de mejora. El voto llamado de castigo se multiplica, y la pirula poética al encuestador que aparece armado de bloc y bolígrafo es una tentación casi irresistible.
En un referéndum convocado
sobre un asunto polémico y capaz de afectar de muchas maneras a la vida
cotidiana de millones de personas, las tensiones y las oscilaciones se
multiplican de una forma exponencial. Jugarse el futuro de una comunidad humana
al resultado numérico de un referéndum es análogo, aunque mucho más estresante,
que depender de los penaltis para ganar o perder una Champions League o una
Eurocup.
La moraleja sería
la necesidad de acudir a los comicios pertrechados con argumentaciones en positivo,
y no con posicionamientos simplistas y abiertamente conflictivos, del tipo:
«Con esos, jamás.»