Estas líneas no parten
de una reflexión acabada; son más bien un ejercicio de estilo, en parte
inspirado por la larga entrevista que Sol Gallego y Guillem Martínez han hecho
a Ada Colau en CTXT. Dense por avisados mis sufridos e irreductibles lectores.
Nos hemos
acostumbrado a hablar de “cambio de paradigma” en relación con la organización
de los sistemas productivos, debido a la introducción masiva de nuevas
tecnologías que han desplazado de forma rápida y drástica los puntos cardinales
de la metodología de la producción, y, más allá, de la política económica
(Umberto Romagnoli habla de “seísmo”, y en la expresión no hay asomo de exageración
ni ganas de “colocar” un titular llamativo).
Nos hemos acostumbrado
a parcelar las esferas de la economía y la política como compartimientos
estancos, cada uno con su propia autonomía. Desde este punto de vista, el nuevo
paradigma económico no afectaría a la política.
A pesar de eso, reivindicamos
todos los días la centralidad del trabajo y del mundo del trabajo en la
política.
El ejercicio de la
política se ha venido enfocando hacia la organización y el funcionamiento del
Estado, en exclusiva, o casi. Pero el nuevo paradigma económico afecta también profundamente
al Estado, de varias maneras: al Estado redistribuidor de rentas, al Estado
benefactor y providente, al Estado empresario (en tiempos de la guerra fría el
Estado era “el” empresario por antonomasia, el detentador del monopolio en
todos los sectores “estratégicos”: energía, comunicaciones, minería, industria
pesada, banca… ¿Lo recuerdan? Nuestras centrales eléctricas, nuestras materias primas, nuestros
ferrocarriles, nuestras reservas monetarias, no podían estar al albur de centros
de decisión susceptibles de ser controlados por el “enemigo”).
En las nuevas
condiciones, el Estado paga a las alianzas internacionales los gastos más o menos
comunes de defensa (tema tabú en la confección de los presupuestos), presta y
recibe ayudas en virtud de compromisos internacionales establecidos, y se
encarga en exclusiva de los temas represivos y de orden público, para lo cual
sigue adjudicándose porciones sustanciosas de renta de una parte de la
ciudadanía, al tiempo que exime del todo o parte de los pagos a particulares a
los que delega en régimen de concesión casi todas las cuestiones sustanciales antes englobadas
en el “sector público” de la economía (sanidad, educación, vivienda,
transportes, etc.)
Si consideramos la
institución al viejo modo, como Estado-nación, observamos lo siguiente: la
primera parte del binomio, la que corresponde a una racionalidad rigurosa en el
manejo de medios y fines, la que supone un poder abstracto y equilibrador
sustentado en la soberanía popular y que por tanto no debe rendir cuentas a
nadie (a nadie, repito, dentro ni fuera de las fronteras) de sus decisiones y
de la forma de llevarlas a término, está de capa caída.
En cambio la segunda
parte del binomio, la nación, experimenta un impetuoso reflorecimiento. Las
naciones, como las religiones, basadas en códigos de pertenencia y en
diferenciaciones cualitativas de orden enteramente subjetivo, se enfrentan hoy
a los Estados en plan reivindicativo y belicoso: reclaman “lo suyo”, lo que les
es debido por “derecho natural”, y la historia ya nos enseña qué clase de
monstruo puede ser en ocasiones un derecho natural.
La causa última de
esta súbita rebelión de las naciones, una rebelión por lo común muy escorada a
la derecha en las convenciones habituales para designar los contenidos de la
política, es que el Estado ya no es lo que era. En la medida en que el Estado
no garantiza ya en todos sus capítulos, cláusulas y parágrafos el gran pacto welfariano
que llevó a las naciones tecnológicamente avanzadas a la mayor prosperidad
conocida en la historia, ha pasado a ser bombardeado por las reclamaciones de
todos los damnificados, y desde todos los ángulos posibles de tiro.
Ante este panorama,
los partidos políticos progresistas solo avizoran una solución: acumular voto
suficiente para tomar, en solitario o mancomunadamente, las riendas del Estado
(el clásico 50% + 1 como desiderátum), y pilotar entonces el cambio social mediante
leyes más justas y benéficas.
Es más que dudoso
que tal esquema fuera posible incluso en la época de esplendor del
Estado-nación. Después de lo ocurrido en setiembre de 1973 con la Unidad
Popular de Allende en Chile, el secretario del PCI Enrico Berlinguer hizo un
papel razonado en el que explicó de forma bastante convincente por qué el 50% +
1 era insuficiente para emprender nuevos caminos. Quizás aquel análisis ha
caído demasiado pronto en el olvido.
De todos modos, hoy
por hoy las cosas están bastante más claras. Una mayoría parlamentaria, incluso
si es más sustancial que la mitad más uno de los votos, o de los escaños, no
sirve para nada si no va correlativa con un entorno social de compromiso y de
movilización (lo cual no significa necesariamente ocupar la calle, sino
participar en la práctica de cambiar cosas concretas con una implicación personal y
activa, no con tuits). Tantas leyes empedradas de buenas intenciones han
quedado a fin de cuentas en papel mojado.
Lo cual sugiere la
necesidad de variar tanto los objetivos a corto, medio y largo plazo, como las
formas concretas de hacer política. Las razones de la “desubicación” que padece
la izquierda, según constatan numerosos analistas, podrían tener relación con
el hecho de que sus posiciones de partida en la batalla están mal orientadas;
apuntan al asalto al Estado para realizar desde arriba los cambios necesarios,
en lugar de promover cambios concretos en los mecanismos de funcionamiento de
las cosas para avanzar a partir de ahí en el consenso necesario para formular al
final de todo un proyecto político de Estado con cara y ojos.
Ni los cambios en
la Constitución serían la forma de empezar la tarea – tanto más con una
correlación de fuerzas que chirría en todos sus ejes –, ni la política
mediática puede constituir un mecanismo de seducción de las audiencias capaz de
cristalizar en forma de amplias mayorías de progreso en el país. Esto no es tele-reality.