sábado, 7 de enero de 2017

ATENTADOS CONTRA LA CONVIVENCIA


Cuenta Antonio Baylos que el alcalde de Casasimarro (Cuenca), hombre del PP y en consecuencia demócrata de toda la vida, se niega a colocar una placa en recuerdo del sindicalista Ángel Rodríguez Leal, hijo del pueblo y muerto a tiros en el despacho laboralista de la calle madrileña de Atocha, en los momentos más duros de la transición. El alcalde se opone a la iniciativa «para no herir sensibilidades». (1)
Es decir, hablando en plata: nada de memoria histórica, nada de reparación; caminemos francamente, y yo el primero, por la senda del olvido interesado de quienes fueron muertos y de quienes fueron sus asesinos. Tengamos unos y otros la fiesta en paz.
El ministro Catalá defiende la misma doctrina en relación con la corrupción. Sus efectos, dice, han sido depurados por los resultados de las urnas, de modo que no hay más responsabilidades políticas que exigir. Olvido de nuevo, en aras de la convivencia.
En el trasfondo de las dos afirmaciones se esconde una implicación sutil, que no aparece expresa pero se deja colgar en el aire: “Si te pones a hurgar en mi sensibilidad, las cosas pueden ponerse bastante peor para ti, de modo que mejor nos tenemos todos en lo nuestro.”
Lo nuestro es, se supone, el compromiso por parte del poder de no matar, encarcelar, torturar ni humillar, por lo menos de forma gratuita y siempre salvadas determinadas situaciones que requieren una estrategia algo diferenciada (ley mordaza); y asimismo, no corromperse ni trapichear en el ejercicio del cargo más de lo que prudentemente deba ser considerado tolerable por parte de la opinión pública, habida cuenta de que las tragaderas de una opinión pública convenientemente dirigida desde los medios de comunicación afines ya son razonablemente holgadas.
Dada la generosidad y el altruismo considerables de estos planteamientos, no acaban de entender sus promotores las resistencias que generan. Por ejemplo, ¿a quién se le puede ocurrir la propuesta de colocar una placa en recuerdo de un sindicalista, en un parque público; o bien, retirar un monumento al alférez provisional de otro parque público; o bien, obligar a un padre de la patria a abandonar su cargo diplomático en Londres por tiquismiquis de los que ya casi nadie se acuerda? Tales actitudes presuponen que el poder debe estar sometido a limitaciones y responsabilidades ajenas por completo a su esencia última. Solo se les puede calificar, por tanto, de resabios “guerracivilistas” y de voluntad pertinaz de atentar incívicamente contra la convivencia que tanto ha costado implantar.