miércoles, 25 de enero de 2017

MANUELA EN LA CALLE, VUELTA ATRÁS LA CABEZA


Cuarenta años ya. No teníamos ordenadores entonces, y en la radio por la mañana no poníamos las noticias sino una emisora con canciones infantiles que distraían a nuestros hijos durante el desayuno. De modo que nos enteramos por elpais. Salíamos separados, yo acompañaba a mi hija mayor al colegio Pere Vila y subía a Gran Vía a tomar el autobús 7 para ir a Editorial Planeta; Carmen, que trabajaba conmigo allí, trajinaba unos minutos más en casa, llevaba al pequeño a la guardería, y solía coincidir en el mismo autobús en el que yo ya me había subido. El periódico lo compraba yo, de modo que aquel día Carmen me encontró blanco como el papel prensa en el 7, y le di a leer la noticia. El cobrador (entonces había un cobrador en los autobuses, en lugar de los picabilletes mecánicos; y como su horario de trabajo coincidía con el nuestro nos veíamos muchos días, y nos saludábamos como viejos conocidos) metió baza: «Esos animales… ¿Conocían ustedes a alguno de los muertos?» Sí, lo conocíamos. Francisco Sauquillo. Más aún a su hermana Paca, que estaba bien. ¿Qué digo bien? Pero estaba viva, por lo menos. Y no hacía falta conocer en persona a ninguna de las víctimas para sentir el cerco sordo de la amenaza, el acecho del odio. Quienes en aquellos años habíamos asumido un compromiso cívico por el que estábamos dispuestos a sacrificar expectativas personales y correr riesgos de cierta importancia, nos dimos cuenta de pronto de que aquel cálculo podía quedarse muy corto, y el sacrificio personal ser inmensamente mayor de lo que habíamos previsto. Eso no lo saben los que no lo han vivido, los que nunca han girado la cabeza en la calle, como cuenta Manuela Carmena, mirando hacia atrás no con ira sino con miedo justificado de que a algún desalmado se le ocurra marcar otra muesca en su pistolón a cuenta suya. Desalmado. Incluyo en el calificativo a los pistoleros de ETA, a los de otros grupos izquierdistas decididos a imponer sus principios por el terror. Pero cada cual examine su interior; aquel telón de fondo entre negro y gris sucio de nuestra vida "oficial" no ha desaparecido del todo, su sombra ominosa sigue ocupando algún rincón mal iluminado de la realidad en la que nos movemos.
Un recuerdo sin rencor, desde aquí, para ese alcalde del PP que se ha negado a colocar una placa conmemorativa de Atocha en un parque público “para no herir sensibilidades”. Fuimos un país totalitario durante cuarenta años; algunos rasgos de aquella época permanecen, inalterables, cuarenta años después.