Cuarenta años ya.
No teníamos ordenadores entonces, y en la radio por la mañana no poníamos las
noticias sino una emisora con
canciones infantiles que distraían a nuestros hijos durante el desayuno. De
modo que nos enteramos por elpais. Salíamos separados, yo acompañaba a mi hija mayor
al colegio Pere Vila y subía a Gran Vía a tomar el autobús 7 para ir a
Editorial Planeta; Carmen, que trabajaba conmigo allí, trajinaba unos minutos
más en casa, llevaba al pequeño a la guardería, y solía coincidir en el mismo
autobús en el que yo ya me había subido. El periódico lo compraba yo, de modo
que aquel día Carmen me encontró blanco como el papel prensa en el 7, y le di a
leer la noticia. El cobrador (entonces había un cobrador en los autobuses, en
lugar de los picabilletes mecánicos; y como su horario de trabajo coincidía con
el nuestro nos veíamos muchos días, y nos saludábamos como viejos conocidos)
metió baza: «Esos animales… ¿Conocían ustedes a alguno de los muertos?» Sí, lo
conocíamos. Francisco Sauquillo. Más aún a su hermana Paca, que estaba bien.
¿Qué digo bien? Pero estaba viva, por lo menos. Y no hacía falta conocer en persona a
ninguna de las víctimas para sentir el cerco sordo de la amenaza, el acecho del
odio. Quienes en aquellos años habíamos asumido un compromiso cívico por el que
estábamos dispuestos a sacrificar expectativas personales y correr riesgos de
cierta importancia, nos dimos cuenta de pronto de que aquel cálculo podía
quedarse muy corto, y el sacrificio personal ser inmensamente mayor de lo que habíamos
previsto. Eso no lo saben los que no lo han vivido, los que nunca han girado la
cabeza en la calle, como cuenta Manuela Carmena, mirando hacia atrás no con ira
sino con miedo justificado de que a algún desalmado se le ocurra marcar otra muesca en su
pistolón a cuenta suya. Desalmado. Incluyo en el calificativo a los pistoleros de ETA, a los de otros grupos izquierdistas decididos a imponer sus principios por el terror. Pero cada cual examine su interior; aquel telón de fondo entre negro y gris sucio de nuestra vida "oficial" no ha desaparecido del todo, su sombra ominosa sigue ocupando algún rincón mal iluminado de la realidad en la que nos movemos.
Un recuerdo sin
rencor, desde aquí, para ese alcalde del PP que se ha negado a colocar una
placa conmemorativa de Atocha en un parque público “para no herir sensibilidades”.
Fuimos un país totalitario durante cuarenta años; algunos rasgos de aquella época permanecen,
inalterables, cuarenta años después.