Una de las cosas
que estoy leyendo en este momento es Manual
para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin (Alfaguara), admirablemente
traducido por Eugenia Vázquez Nacarino. Es una estrategia mía de lectura,
compro los libros de tres en tres o de cuatro en cuatro, y los voy leyendo
todos en relevos, de forma más o menos simultánea. Las asociaciones libres
fluyen mejor de ese modo, uno se siente pluriconectado.
Valoro en
particular aquello que excede mis propias posibilidades; y por esa razón cultivo
una afición muy marcada por la literatura escrita por mujeres. No, aclaro, lo
que se conoce como “literatura femenina” en cuanto que género ideado para
consumo superficial de un público lector femenino poco exigente; sino
literatura de primer nivel, en la que se aprecia un punto de vista peculiar y
complementario, una forma alternativa de contemplar y valorar una realidad que no es plana
sino poliédrica, y que elude de forma obstinada cualquier intento de
simplificación.
Con Lucia Berlin he
pasado rápidamente de la revelación al deslumbramiento. Tiene una personalidad
poderosa, arrolladora. Su talento es extraordinario, y lo utiliza sin ninguna
concesión ni remilgo. Sus historias son truculentas, divertidas, crueles, esperpénticas,
tiernas, todo a la vez, con cambios de registro tan rápidos que se pueden suceder
a lo largo de una misma frase de no muchas palabras. Elizabeth Goeghegan, que
al parecer es crítica de “The Paris Review”, nos informa en la solapa de que “su
prosa desciende de Proust y de Chéjov”. Es cierto, sin duda, pero solo como una
nota marginal relacionada con su aprendizaje del oficio. Un mínimo de
honestidad informativa debería haber hecho añadir a Elizabeth que el talento de
Berlin es enteramente personal, y no hace falta invocar altas autoridades para
confirmarlo; basta leerla.
Su mirada sobre el
mundo, su escala de valores, sus recuerdos y sus nostalgias, son tan diferentes
de lo que mis prejuicios esperaban de ella, tan inesperados, que me aportan un
soplo permanente de aire fresco; un soplo, con frecuencia, huracanado. Vean,
por ejemplo, como comprobación el cuento «Dentelladas de tigre», sobre la noche
pasada en una clínica clandestina de abortos en México, alrededores de El Paso,
en el mismo lugar donde el Idiota Global quiere construirse un muro aislante pagado
por el otro lado de la frontera.
O simplemente, no
quiero ponerlo demasiado difícil, atiendan a esta reflexión tan empapada de
humanidad concreta que confunde de golpe muchas de nuestras ideas prefabricadas
(la encuentran en “Apuntes de la sala de urgencias, 1977”, pág. 112 del libro).
«Una cosa sé de la muerte. Cuanto “mejor” es la
persona, cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja
su muerte.
Cuando
el señor Gionotti murió, evidentemente estaba muerto, claro, y la señora
Gionotti lloró, igual que el resto de la familia, pero se fueron todos llorando
juntos, y con él de verdad.»