viernes, 6 de enero de 2017

EL TRIANGULILLO


– Sepas que en un golpe de viento la falda se ha volado y se te ha visto el triangulillo – dijeron voces amigas a una presentadora de la televisión canaria que había presentado a la intemperie las uvas de Nochevieja ataviada con una espléndida falda recolorada abierta hasta arriba por un costado.
A la presentadora la noticia no le ha dado frío ni calor. Ella dice que llevaba bragas de color carne, de modo que la sonrisa vertical que endulzó por unas décimas de segundo su entrepierna expuesta habría sido nada más una costura del panti. Posible. La descarga de adrenalina de los espectadores que presenciaron el visto y no visto en directo o en pantalla, debió de ser en cualquier caso rigurosamente auténtica.
Pocas cosas, por no decir ninguna, nos alegran más a los varones que la visión del triangulillo, siempre que sea fresco y esté bien puesto. Dejó sentenciado Stendhal que la belleza es una promesa de felicidad, y nada más promisorio, en esa línea de pensamiento, que determinado rinconcito de la anatomía femenina, ya esté florido o bien curiosamente depilado, moda reciente a la que no tengo argumentos serios que oponer.
Georges Brassens, tenido desde siempre como un experto indiscutible en el tema, lo calificó de “gran amigo del hombre”, y lamentó en estrofas vehementes el nombre bajo y soez con el que es conocido vulgarmente un lugar que acumula tantos méritos que su descripción rigurosa requeriría el concurso de la más alta poesía.
Precisamente a esa tarea se dedicó en su momento Pablo Neruda en “Los versos del capitán”, donde expresa de esta forma su asombro ante el imprevisto montículo que encuentra, travestido de “insecto”, en el curso de la larga caminata “de tus caderas a tus pies”: «Aquí hay una montaña. / No saldré nunca de ella. / ¡Oh qué musgo gigante! / Y un cráter, una rosa / de fuego humedecido.»  
La metáfora de la rosa la habían utilizado varios siglos antes Guillaume de Lorris y Jean de Meung, coautores no se sabe si de forma simultánea o sucesiva del “Roman de la Rose”, uno de los más celebrados bestsellers de época medieval. También fue puntualmente recogida en “El nombre de la rosa” por el profesor Umberto Eco, ilustre semiólogo y admirador conspicuo de los encantos femeninos.
Una consejera de la radio televisión canaria manifestó, en referencia al episodio de la Nochevieja mentado arriba, su vergüenza porque la mujer aparezca en estas situaciones como un mero “pedazo de carne que debe mostrar cacho”.
Tiene toda la razón, desde luego, y de ninguna forma ha de entenderse este post como un argumento en su contra. Solo me siento capaz de oponer a la cuestión una levísima objeción en contrapunto. Desde la aguda conciencia de que las mujeres son mucho más que un pedazo de carne, siento – lo he sentido siempre – un respeto inmenso, que llega incluso a la adoración (por lo general nocturna), por cada uno de los pedazos de carne que forman parte inescindible de ellas. La única excusa que puedo dar es que también yo soy así: un mero pedazo de carne, por más que no solo eso.