– Sepas que en un
golpe de viento la falda se ha volado y se te ha visto el triangulillo –
dijeron voces amigas a una presentadora de la televisión canaria que había
presentado a la intemperie las uvas de Nochevieja ataviada con una espléndida
falda recolorada abierta hasta arriba por un costado.
A la presentadora
la noticia no le ha dado frío ni calor. Ella dice que llevaba bragas de color
carne, de modo que la sonrisa vertical que endulzó por unas décimas de segundo
su entrepierna expuesta habría sido nada más una costura del panti. Posible. La
descarga de adrenalina de los espectadores que presenciaron el visto y no visto
en directo o en pantalla, debió de ser en cualquier caso rigurosamente
auténtica.
Pocas cosas, por no
decir ninguna, nos alegran más a los varones que la visión del triangulillo, siempre
que sea fresco y esté bien puesto. Dejó sentenciado Stendhal que la belleza es
una promesa de felicidad, y nada más promisorio, en esa línea de pensamiento,
que determinado rinconcito de la anatomía femenina, ya esté florido o bien curiosamente
depilado, moda reciente a la que no tengo argumentos serios que oponer.
Georges Brassens,
tenido desde siempre como un experto indiscutible en el tema, lo calificó de “gran
amigo del hombre”, y lamentó en estrofas vehementes el nombre bajo y soez con
el que es conocido vulgarmente un lugar que acumula tantos méritos que su
descripción rigurosa requeriría el concurso de la más alta poesía.
Precisamente a esa
tarea se dedicó en su momento Pablo Neruda en “Los versos del capitán”, donde
expresa de esta forma su asombro ante el imprevisto montículo que encuentra,
travestido de “insecto”, en el curso de la larga caminata “de tus caderas a tus
pies”: «Aquí hay una montaña. / No saldré nunca de ella. / ¡Oh qué musgo
gigante! / Y un cráter, una rosa / de fuego humedecido.»
La metáfora de la
rosa la habían utilizado varios siglos antes Guillaume de Lorris y Jean de
Meung, coautores no se sabe si de forma simultánea o sucesiva del “Roman de la
Rose”, uno de los más celebrados bestsellers de época medieval. También fue puntualmente
recogida en “El nombre de la rosa” por el profesor Umberto Eco, ilustre
semiólogo y admirador conspicuo de los encantos femeninos.
Una consejera de la
radio televisión canaria manifestó, en referencia al episodio de la Nochevieja
mentado arriba, su vergüenza porque la mujer aparezca en estas situaciones como
un mero “pedazo de carne que debe mostrar cacho”.
Tiene toda la
razón, desde luego, y de ninguna forma ha de entenderse este post como un
argumento en su contra. Solo me siento capaz de oponer a la cuestión una
levísima objeción en contrapunto. Desde la aguda conciencia de que las mujeres
son mucho más que un pedazo de carne, siento – lo he sentido siempre – un respeto
inmenso, que llega incluso a la adoración (por lo general nocturna), por cada
uno de los pedazos de carne que forman parte inescindible de ellas. La única
excusa que puedo dar es que también yo soy así: un mero pedazo de carne, por
más que no solo eso.