Amenicé mis últimas
horas en Atenas con la bonita historia de la dimisión de Federico Trillo como
embajador en Londres. Se trata de una historia complicada. Algunos la presentan
como un “finiquito en diferido” de su cargo de ministro de Defensa, sustanciado
por Cospedal por hechos ocurridos trece años antes. Se declara a Cospedal “vencedora”
a los puntos en no sé qué combate con Santamaría. El galimatías no tiene ni
pies ni cabeza. Méndez de Vigo aclara que Trillo se va porque quiere, puesto
que nadie le ha echado. Lo dice horas después de haber filtrado la noticia de
que Trillo no seguiría en su cargo después de un relevo en varias embajadas
previsto para febrero. El propio Trillo había anunciado su reingreso en el
Consejo de Estado, en el que tiene un asiento por oposición. Como en otras
ocasiones, el partido del Gobierno, descolocado por la rapidez de los
acontecimientos a pesar de que estos se suceden a paso de tortuga, viene a salir
al paso de los rumores con una batería de explicaciones inconexas, que se contradicen
unas a otras. ¡Este es nuestro gobierno, reconocible entre mil!
Es más importante
en este caso el personaje que su historia. En efecto, si Federico Trillo ocupa
un cargo cualquiera en la maquinaria de la administración del Estado, lo que
cuenta no es la función en sí, sino el hecho de que lo ocupa nada menos que
Federico Trillo. Todo lo que ocurra después dependerá de esa premisa principal.
Porque Trillo tiene serios problemas en relación con la realidad. Su ego es
demasiado grande, por lo cual se empeña continuamente en achicar cuanto le
rodea, en busca de un urgente “espacio vital”. Dado que la realidad no es propicia
a componendas en relación con su propio protagonismo, el choque entre ella y
Trillo ha generado numerosas chispas. En su desempeño del ministerio de
Defensa, nuestro hombre tuvo dos serios desencuentros con la realidad, uno por
exceso y otro por defecto. Por exceso, organizó una expedición
anfibio-aero-terrestre para reconquistar un islote desierto en el que una
patrulla marroquí había plantado una bandera. Le movía al parecer la épica, la
grandeza inmarcesible de España; pero el ejercicio de matar moscas a cañonazos
parece en comparación pura rutina casera.
Por defecto,
decidió que no tenían mayor importancia los cadáveres desperdigados en una
ladera de sesenta y dos militares españoles, muertos en un accidente de
aviación perfectamente previsible, previsto y anunciado incluso por los
interfectos, dado que se alquilaba para el transporte de tropas un aparato de
desecho en un estado de mantenimiento cochambroso. Una vez ocurrida la
catástrofe, la única preocupación de Trillo fue acelerar los trámites de
identificación y devolver a las familias ataúdes sellados y cubiertos por la
bandera de la patria, sin ninguna comprobación de lo que iba dentro. Su cálculo
era pasar página rápidamente sobre aquel resbalón, y seguir escribiendo como si
nada la crónica esplendorosa de los éxitos del gobierno del PP. En esos
avatares fue un buen discípulo y seguidor de aquel otro político (se me ha
olvidado su nombre) que declaró que las pérdidas insignificantes de un
petrolero naufragado eran como inocuos hilillos de plastilina sin mayor
trascendencia. Hay en los dos personajes una voluntad prometeica de someter la
realidad a la voluntad del mando, como si la realidad fuera un quinto recién
llegado al cuartel con el último alistamiento.
Trillo no dimitió
entonces como ministro de Defensa. Defendió su gestión con la chulería y la
prepotencia de un cabo furriel, insultando y humillando de paso a los
familiares de las víctimas inoportunas. Fue protegido en esa actitud por su
superior jerárquico, José María Aznar. Siguió su brillante carrera política con
la ocupación de otros cargos, entre ellos la presidencia del Congreso de los Diputados, en los
que siempre dejó su impronta característica, la importancia inconcebible de
llamarse Federico Trillo. Ahora se va de la embajada de Londres, porque ha
elegido borrarse a sí mismo y evitar así que sea otro, un cualquiera, quien lo
borre. Se le puede llamar dimisión, si se quiere; yo prefiero llamarlo
contumacia.