Ha salido el número
7 de «Pasos a la izquierda» (1), y ese es un acontecimiento, en la medida en
que las estadísticas dicen que la mitad de los/las españoles/as no leen nada. Porque
se trata de un porcentaje muy penoso, y todos los incentivos tendentes a que se
lea más, y se lea mejor, son en consecuencia una buena noticia.
Pero no es tanto mi
intención hacer propaganda extra de un producto con el que mantengo una
relación bien conocida (si bien toda la buena propaganda que se haga será poca,
aviso), como proseguir, con nuevos ejemplos y argumentos, la línea de reflexión
acerca de los Estados y la política que comencé en una entrada aparecida hace
pocos días en estas mismas páginas (2). Les recuerdo el párrafo clave:
«Lo cual sugiere la necesidad de variar tanto los
objetivos a corto, medio y largo plazo, como las formas concretas de hacer
política. Las razones de la “desubicación” que padece la izquierda, según
constatan numerosos analistas, podrían tener relación con el hecho de que sus
posiciones de partida en la batalla están mal orientadas; apuntan al asalto al
Estado para realizar desde arriba los cambios necesarios, en lugar de promover
cambios concretos en los mecanismos de funcionamiento de las cosas para avanzar
a partir de ahí en el consenso necesario para formular al final de todo un
proyecto político de Estado con cara y ojos.»
Dos textos de
autores prestigiosos aparecidos en el número 7 de “Pasos” me permiten
ejemplificar de forma cristalina esta cuestión. El problema al que se refieren
es la crisis de Europa, agravada por la defección reciente y aún no consumada de
Gran Bretaña, el Brexit. P.N. Rasmussen y U. Bullman, bajo el título «La
socialdemocracia que viene», desde un coraje personal magnífico y con una
claridad de ideas y de propuestas deslumbrante en ocasiones, abordan en un
texto largo y denso los errores cometidos por la socialdemocracia, y la crisis
existencial en la que se encuentra en muchos países; y señalan algunas vías posibles
para la regeneración.
En lo que respecta
a la Unión Europea, esto es lo que dicen: «…
seguimos siendo incapaces de
proyectar una visión realmente común y una agenda política de transformación
que implique a toda la familia socialdemocrática, en esencia porque no
acertamos a reunir todas nuestras fuerzas -nacionales y europeas- en una estrategia
de cambio común, clara y articulada. Es un viejo problema, causado por muchas y
diferentes razones; pero ahora, el tiempo se nos puede estar acabando de
verdad, a nosotros y a la UE. Tenemos que afrontarlo juntos con rapidez,
limando nuestras diferencias con el fin de actuar juntos en todas las
instituciones europeas, incluido el Consejo de Ministros.»
El problema europeo se aborda a la manera clásica: limar
las diferencias, consensuar una estrategia común de cambio, reunir todas las
fuerzas de la gran familia socialdemócrata, y “actuar juntos en todas las
instituciones europeas”. Las instituciones funcionarán, se supone, mediante el
mismo juego de participación paritaria de los estados, y con idénticas mayorías
exigibles y derechos de veto. También la representación de los partidos
europeos será la misma, y otro tanto cabe decir (se menciona explícitamente) del Consejo de Ministros; pero una drástica mejora de la correlación de fuerzas debida a
una mayor coordinación y eficacia de las propuestas, inclinará la balanza desde
las tesis neoliberales a las socialdemócratas.
Wolfgang Streeck, en «¿Qué hemos hecho? Respuestas al
referéndum», parte de un enfoque muy distinto: «La descomposición del estado moderno ha alcanzado una nueva etapa, en
el mismo país en el que fue inventado el estado moderno.» De entrada, el
problema se sitúa en un lugar distinto, y las soluciones que aparecen como
posibles son necesariamente diferentes a las convocadas por Rasmussen y Bullman.
Es la naturaleza torpe y rígida de esos grandes navíos portacontenedores
herméticos que son los Estados actuales, lo que obstaculiza la realización de
una adecuada política de las cosas también en el terreno europeo. Las políticas
diseñadas desde Bruselas están tan condicionadas por los vértices, tan
burocratizadas y pasadas por los filtros sucesivos de los lobistas, que no
pueden sino aumentar el desastre cada vez que intentan recomponerlo.
Es una Europa basada, no en la cooperación, sino en la
desconfianza mutua; no en la iniciativa, sino en la defensa férrea de las
particularidades, las subvenciones y los pequeños privilegios. De alguna forma,
una nueva línea Maginot. Lo que propone Streeck para salir del deshilachamiento
iniciado con el Brexit es una Unión Europea «más flexible, menos jerárquica,
más voluntaria, y más en línea con lo que se conoce como subsidiariedad en la
eurolengua.»
Es importante la cuestión de la subsidiariedad; significa
que no se debe supervisar necesariamente, y mucho menos frenar, desde los
vértices estatales las iniciativas positivas surgidas en los escalones más
bajos de las sociedades políticas; antes bien, se les debe dar libre curso, e intervenir por arriba solo cuando falta esa iniciativa desde abajo. Eso implica el reconocimiento de la autonomía,
la inteligencia creativa, el aprovechamiento de ventanas concretas de
oportunidad, por parte de organizaciones que, al no alcanzar la categoría de
Estados, no tienen existencia propia hoy a los efectos de la Unión, a menos que
estén avaladas (y eso supone el pago obligatorio de determinados peajes) por el
Estado correspondiente.
Esta es la idea de Streeck: «Una estructura así debería crearse de abajo arriba, puenteando al
Leviatán, o Behemoth, de Bruselas; y ofrecería un modelo alternativo de
integración europea y tal vez, por añadidura, de estructuración estatal
internacional moderna, situado por debajo de las proporciones colosales del
superestado proyectado bajo la fórmula de la ‘unión cada vez más estrecha’ de
los viejos tratados, hoy desfasados […] No una Europa de dos velocidades, como
han propuesto en ocasiones integracionistas franceses y alemanes, sino de dos
especies, que compitan por la adhesión nacional y subnacional.»
Eso representaría difuminar las jerarquías, convertir los
grandes tratados comerciales internacionales en papel mojado y dejar de repartirse el mundo desde las
cancillerías o desde los consejos de administración. Es poco probable que la idea de Streeck prospere, pero eso solo
significará que, a partir de la idea genial que la impulsó en su momento, la
Unión Europea habrá trazado toda su línea parabólica de ascenso, clímax y
decadencia, y se hundirá por sí sola en el desván de las cosas inservibles.