Guillem Martínez, periodista
político agudo, defiende que en Catalunya no existe ya procès, sino únicamente “procesismo”: la adhesión etérea a una idea
simbólica cultivada y mantenida a través de gestos y de ritos, pero sin ninguna
intención de plasmarla en ninguna práctica concreta.
La afirmación de
Guillem es tan ingeniosa y brillante que cabría decir de ella lo de “se non è vero, è ben trovato”. Pero es
que además, tiene todas las probabilidades de ser también “vero”, a juzgar por cómo se están desarrollando los
acontecimientos.
Veámoslo. El president Puigdemont convoca hoy por
sorpresa y con premura no suficientemente justificada la llamada Mesa Nacional
por el Referéndum. Se trata de fijar la fecha y la pregunta de un referéndum de
independencia unilateral, sin acuerdo previo con el Estado y sin la más mínima
coincidencia con las condiciones establecidas por el Comité de Venecia para su eventual
validación internacional.
Sería una decisión
audaz e incluso filibustera, de no tratarse de un simple gesto. De hecho
Catalunya en Comú, formación poco inclinada de suyo a este género de barroquismos,
ha anunciado su inasistencia. La cual no tendrá consecuencias, sin embargo; los/las
hombres/mujeres del president les
habían invitado por pura formalidad. En el caso poco probable de que
ellos/ellas sean llamados más adelante a declarar ante los tribunales, insistirán
como en ocasiones anteriores en que no están contraviniendo ninguna norma
estatal, no tienen a punto ninguna ley secreta de desconexión, y se limitan a
cumplir la legislación vigente con la puntualidad y diligencia que se suponen a
unos/as ciudadanos/as probos/as.
Se guardan las
espaldas; ni van más allá de un amago ambiguo de intenciones secesionistas, ni
tienen la menor intención de cruzar líneas rojas en el futuro. El procès sigue encallado en la inmovilidad
más absoluta; lo que se mueve es únicamente el procesismo, y el procesismo
vendría a ser, en la definición rigurosa y escueta de don Rubén Darío, la
libélula vaga de una vaga ilusión.
Así estamos. Y
tenemos para rato. Desde la segunda parte contratante, Mariano Rajoy ha dejado
el recado de que se opondrá con toda firmeza al referéndum con las “mínimas medidas
necesarias”. Muy propia de Rajoy, esa actitud minimalista. Otros conmilitones
más impacientes o más bravíos, véase por ejemplo el ex ministro Margallo, han
propuesto la rotura masiva de urnas, siguiendo el ejemplo histórico del rey
Herodes con los inocentes. Rajoy, no. Romper urnas le parece un desperdicio de
energías. Su marchamo particular es el ejercicio moderado y prudente de un
inmovilismo lleno de fuerza contenida.
Tenemos para rato,
entonces. Se augura un choque de trenes, pero eso es pura metafísica. Cierto
que los dos convoyes se han colocado cuidadosamente en trayectoria de colisión.
Pero no se mueven. Ninguno de los dos. Y mientras no se muevan, colisión no habrá,
según las leyes elementales de la física.
A las dos partes
contratantes les interesa el mantenimiento indefinido de la situación actual.
Cada una de ellas saca réditos electorales de la gestualidad, en sus caladeros
respectivos. De modo que ¿por qué cambiar las cosas?
Cambiarlas no, pero
tal vez se podrían extender. No en balde el nuestro es un Estado de las autonomías.
Igual que en tiempos se decretó el café para todos, ahora podría implementarse
un procesismo para todos. Sería inocuo para la salud pública, barato para las
arcas del tesoro, y a Mariano no le costaría ningún esfuerzo extra aparte de
los que está ya evitando.