Las cartas escritas
desde la cárcel por Antonio Gramsci iluminan algunos recovecos difíciles de su
pensamiento; me refiero ahora en concreto a ese hilo conductor de la realidad
política, social y cultural, que asciende desde el escalón local (en su caso,
el sardismo) y pasando por la importantísima determinación de lo nacional (la
cual explica su empeño en estudiar a los intelectuales del Risorgimento y profundizar en la obra de Benedetto Croce, ese “papa
laico” que, dice el mismo Gramsci, “es un instrumento eficacísimo de hegemonía”), hasta el
ámbito más inconcreto y bastante esquivo de aquellas realidades que reúnen
características en cierto modo, o hasta cierto punto, universales.
En una carta escrita
desde la cárcel de Turi a la carissima
Julca, su mujer (fechada el 5.9.1932), distingue Gramsci entre el “entusiasmo
estético” por la obra de arte como tal, y el “entusiasmo moral, o sea, la participación
en el mundo ideológico del artista.” «Puedo admirar estéticamente La guerra y la paz, de Tolstoi, sin
compartir la sustancia ideológica del libro; si los dos hechos coincidieran,
Tolstoi sería mi vademécum; mi livre de chevet.»
Ese orden de ideas
le lleva a continuación a dar a Julca algunos consejos que le parece “pueden
ser de cierta utilidad si te decides a seguirlos”. Son estos (p. 327 de la Antología seleccionada y traducida por
Manuel Sacristán, 1970):
«Los fines que tú
podrías y deberías proponerte para utilizar una parte nada despreciable de tu
anterior actividad serían, en mi opinión, estos: convertirte en una traductora
de italiano cada vez más calificada. Y he aquí qué entiendo por traductora
calificada: no solo la capacidad elemental y primitiva de traducir la prosa de
la correspondencia comercial o de otras manifestaciones literarias que pueden
resumirse en el tipo de la prosa periodística, sino la capacidad de traducir a
cualquier autor, sea literato, político, historiador o filósofo, desde los
orígenes de la lengua hasta hoy, y, por tanto, el aprendizaje de los lenguajes
especializados y científicos y de las significaciones de los términos técnicos
en las diversas épocas. Pero eso no basta: un traductor calificado tendría que
ser capaz no solo de traducir literalmente, sino también de traducir los
términos conceptuales de una determinada cultura nacional a los términos de
otra cultura nacional; o sea: un traductor así tendría que conocer críticamente dos civilizaciones y ser capaz de dar
a conocer la una a la otra utilizando el lenguaje históricamente determinado de
la civilización a la que suministra el material informativo. No sé si me he
explicado con claridad suficiente. Pero creo que ese trabajo merece el intento,
y hasta la dedicación de todas las fuerzas.»
(La traducción de
este texto es, como queda dicho de antes, de Manuel Sacristán; las cursivas son
mías; el tipo de traducción que se indica arroja a mi entender alguna luz sobre la
naturaleza y los contenidos concretos de la concepción gramsciana de la hegemonía
política.)